UNA TARDE CUALQUIERA
Llegaba tarde y la espera se me estaba haciendo interminable. Con aquel calor no había donde esconderse de los hirientes rayos de sol y la combinación verano y asfalto podía llegar a ser insoportable a esas horas en Madrid, cuando hasta el simple hecho de respirar suponía un esfuerzo en la atmósfera sofocante y el abanico había dejado de ser un consuelo. No paraba de lamentar mi olvido, si hubiera cogido aquellos cuentos de Pardo Bazán que me acompañaban en esos días habría podido aprovechar el ratito, que ya se estaba prolongando más de lo habitual. Dudaba entre seguir allí sudando, mientras notaba como la fina tela de lino de mi vestido se iba pegando a mi piel, o recorrer los escasos metros que me separaban del Centro Cultural para coger uno de los programas de actividades, pero temía que si me ausentara solo unos momentos podía perder de nuevo el autobús.
No dejaba de pensar en que me esperaban a las cinco y ya no iba a llega por mucho que corriera. Me estaba poniendo nerviosa, cuando de algún recóndito lugar de mi memoria salió la voz suave de mi abuela que decía “hija, las prisas no son buenas para nada”, así que inspiré profundamente y suspiré sonoramente procurando relajarme. En esas me encontraba cuando note que alguien me daba unos golpecitos en la pierna.
– ¡Hola Marta! Que alegría verte –exclamé abrazando a la niña que no dejaba de sonreírme con mirada dulce.
– Sí, hace muchos días que no coincidimos –dijo su madre- hoy creo que las dos vamos tarde. Ella te estaba viendo desde la esquina y me ha comentado “está allí nuestra amiga”.
Seguimos hablando un rato y con la charla no nos dimos cuenta de que al fin llegaba el autobús. Al entrar, una oleada de frescor me invadió produciéndome una sensación muy agradable y en cierto modo liberadora; nos sentamos las tres juntas, como siempre que nos encontrábamos, desde aquel día en que la pequeña y yo comenzamos a hablar.
Su madre me contó que hacían ese trayecto al salir del colegio para ir al logopeda, porque Marta tenía un problema; cuando comenzó a hablar solo pronunciaba las letras de las palabras que se articulan moviendo lo labios, resultándole muy difícil hacerse entender; al principio todos pensaban que la niña hablaba mal porque era pequeña pero cuando empezó a asistir al colegio se dieron cuenta de que no oía bien; fue una consecuencia de las reiteradas otitis que había padecido, sin que sus padres ni sus médicos se hubieran percatado de cómo le estaban afectando.
Así me enteré también de que mi amiga Marta era la mediana de tres hermanos, todos ellos pequeños todavía. Siempre me había parecido una niña muy especial, dulce, cariñosa, un poco tímida, y muy rica, que hacía que los viajes que compartíamos fueran más amenos y agradables para mí. Me daba mucha alegría cuando nos encontrábamos y disfrutaba con su charla, advirtiendo sus progresos con el lenguaje oral.
Esa tarde no dejaba de mirarme, hasta que su madre le animó a que me contara lo de la visita a la granja. Nerviosa y un tanto aturullada me explicó que se iba un par de días a una granja con sus compañeros del colegio; era la primera vez que salía sola y pasaría la noche fuera de casa. Estaba emocionada y un poco asustada. Llegaron a su parada y con pena, al no poder seguir explicándome su próxima aventura, se tuvieron que bajar y como siempre se paró en la acera para ir saludándome hasta que nos perdíamos de vista; pronto terminaría el colegio y quedamos en que antes de irse de vacaciones, me haría un dibujo que me iba a regalar como recuerdo, me hacía mucha ilusión.
Apenas había tráfico y pronto llegue a mi parada. De nuevo el calor me abofeteó con fuerza al dejar el bus. Con paso rápido recorrí las calles de baldosas calientes y solitarias que me separaban del despacho. El parque discurría en paralelo a mi camino con sus frondosos árboles de sombras espesas, haciéndome imaginar el frescor que emanaba del verde. Por fin llegué a mi destino con sólo diez minutos de retraso. Al parecer yo no había sido la única en llegar tarde aquel día, respirando aliviada al comprobar que nadie me esperaba; la visita de las cinco aún no estaba allí.
Llegaba tarde y la espera se me estaba haciendo interminable. Con aquel calor no había donde esconderse de los hirientes rayos de sol y la combinación verano y asfalto podía llegar a ser insoportable a esas horas en Madrid, cuando hasta el simple hecho de respirar suponía un esfuerzo en la atmósfera sofocante y el abanico había dejado de ser un consuelo. No paraba de lamentar mi olvido, si hubiera cogido aquellos cuentos de Pardo Bazán que me acompañaban en esos días habría podido aprovechar el ratito, que ya se estaba prolongando más de lo habitual. Dudaba entre seguir allí sudando, mientras notaba como la fina tela de lino de mi vestido se iba pegando a mi piel, o recorrer los escasos metros que me separaban del Centro Cultural para coger uno de los programas de actividades, pero temía que si me ausentara solo unos momentos podía perder de nuevo el autobús.
No dejaba de pensar en que me esperaban a las cinco y ya no iba a llega por mucho que corriera. Me estaba poniendo nerviosa, cuando de algún recóndito lugar de mi memoria salió la voz suave de mi abuela que decía “hija, las prisas no son buenas para nada”, así que inspiré profundamente y suspiré sonoramente procurando relajarme. En esas me encontraba cuando note que alguien me daba unos golpecitos en la pierna.
– ¡Hola Marta! Que alegría verte –exclamé abrazando a la niña que no dejaba de sonreírme con mirada dulce.
– Sí, hace muchos días que no coincidimos –dijo su madre- hoy creo que las dos vamos tarde. Ella te estaba viendo desde la esquina y me ha comentado “está allí nuestra amiga”.
Seguimos hablando un rato y con la charla no nos dimos cuenta de que al fin llegaba el autobús. Al entrar, una oleada de frescor me invadió produciéndome una sensación muy agradable y en cierto modo liberadora; nos sentamos las tres juntas, como siempre que nos encontrábamos, desde aquel día en que la pequeña y yo comenzamos a hablar.
Su madre me contó que hacían ese trayecto al salir del colegio para ir al logopeda, porque Marta tenía un problema; cuando comenzó a hablar solo pronunciaba las letras de las palabras que se articulan moviendo lo labios, resultándole muy difícil hacerse entender; al principio todos pensaban que la niña hablaba mal porque era pequeña pero cuando empezó a asistir al colegio se dieron cuenta de que no oía bien; fue una consecuencia de las reiteradas otitis que había padecido, sin que sus padres ni sus médicos se hubieran percatado de cómo le estaban afectando.
Así me enteré también de que mi amiga Marta era la mediana de tres hermanos, todos ellos pequeños todavía. Siempre me había parecido una niña muy especial, dulce, cariñosa, un poco tímida, y muy rica, que hacía que los viajes que compartíamos fueran más amenos y agradables para mí. Me daba mucha alegría cuando nos encontrábamos y disfrutaba con su charla, advirtiendo sus progresos con el lenguaje oral.
Esa tarde no dejaba de mirarme, hasta que su madre le animó a que me contara lo de la visita a la granja. Nerviosa y un tanto aturullada me explicó que se iba un par de días a una granja con sus compañeros del colegio; era la primera vez que salía sola y pasaría la noche fuera de casa. Estaba emocionada y un poco asustada. Llegaron a su parada y con pena, al no poder seguir explicándome su próxima aventura, se tuvieron que bajar y como siempre se paró en la acera para ir saludándome hasta que nos perdíamos de vista; pronto terminaría el colegio y quedamos en que antes de irse de vacaciones, me haría un dibujo que me iba a regalar como recuerdo, me hacía mucha ilusión.
Apenas había tráfico y pronto llegue a mi parada. De nuevo el calor me abofeteó con fuerza al dejar el bus. Con paso rápido recorrí las calles de baldosas calientes y solitarias que me separaban del despacho. El parque discurría en paralelo a mi camino con sus frondosos árboles de sombras espesas, haciéndome imaginar el frescor que emanaba del verde. Por fin llegué a mi destino con sólo diez minutos de retraso. Al parecer yo no había sido la única en llegar tarde aquel día, respirando aliviada al comprobar que nadie me esperaba; la visita de las cinco aún no estaba allí.
(A MI AMIGA MARTA, A LA QUE HACE AÑOS QUE NO VEO, PERO DE LA QUE ME SIGO ACORDANDO EN NUESTRA PARADA DEL AUTOBÚS.)
Es curioso, hay personas que conocemos de vista, intercambiamos vivencias, y luego desaparecen. Y la verdad nos queda más recuerdo de ellas que la relación que tuvimos. Misterios del destino.
Muy bonita evocación.
My bien Án....
Siempre producen nostalgias esas historias de nuestra vida que quedan sin final. Seguro que a Marta le encantaría.
Que dulce recuerdo, preciosa historia, pero triste a la vez. A Marta seguro que le encantaria poder leerlo.