AL ATARDECER
Hacía rato que Zum se mostraba inquieto rondando a mi alrededor. Sin cerrar el libro miré al cielo, el sol estaba ya muy bajo, efectivamente, debía ser la hora.
- Bueno, vale ya sé lo que quieres, ahora nos vamos a tirar la basura.
El animal acogió con alegría mis palabras, celebrando con saltos que dejara de leer y me levantara.
Lo de tirar la basura era la excusa diaria para dar un paseo al caer la tarde. No me cabía la menor duda de que el perro tenía un reloj interno que le avisaba, haciendo sonar alguna alarma, indicándole las ocho en punto, hora solar, y comenzaba a impacientarse.
Me puse una camiseta y un pantalón corto encima del bañador, me atusé un poco el pelo y ate con cuidado la bolsa de plástico negra, mientras él me seguía de cerca por la casa. Al verme salir con la bolsa en la mano y vestida fue tal su alegría, que a la fiesta de los brincos y vueltas acompañó algunos ladridos.
Apenas media hora era el tiempo que dedicábamos a pasear llegando hasta los contenedores y dando un rodeo para volver por otro camino, durante el cual, mi perro disfrutaba corriendo y volviendo a mi lado una y otra vez; se acercaba feliz y callado a cada puerta que encontrábamos a lo largo de nuestro recorrido, olisqueando y exhibiendo descarado una libertad de la que sus congéneres no podían disfrutar, al permanecer atados o tras las tapias de sus jardines y, por supuesto, aprovechaba ese rato para hacer sus necesidades lejos de sus dominios.
De vez en cuando se alejaba triscando montaraz, hasta ocultarse entre las jaras y las retamas haciéndome gritar su nombre, para regresar cuando le venía en gana saltando con júbilo a mi lado, sin dejar de mover el rabo, mostrando su mejor estampa.
Al regresar a casa sabía que comenzaba para mí esa otra labor en la que también le gustaba acompañarme. Realmente con los años, su presencia había llegado a formar parte de mi sombra, integrándose en ella de tal modo que no tenía que volverme para saber que él se encontraba allí.
Yo abría la llave de paso que conectaba la manguera y comenzaba a regar. Regar, cuando el calor había dejado de apretar suponía para mi un ejercicio grato y reconfortante; ver caer el agua que poco a poco va mojando la tierra y es absorbida por ella con avidez; observar las plantas mientras reciben la bendición líquida y pequeñas gotas salpican sus hojas haciéndolas espabilarse, conseguía relajar mi mente y aquietaba mi espíritu. Menuda forma de meditar la mía, sin embargo, me resultaba más sencilla y eficaz que muchas técnicas orientales o hindús; así era fácil liberar la mente de pensamientos, centrándome únicamente y exclusivamente en lo que hacía en esos instantes precisos.
Inevitablemente se me echaba la noche encima, como todos los días y acababa la jornada con un baño de agua fría a la luz de luna, bajo un cielo salpicado de estrella y con el jardín iluminado tenuemente con algunas velas. Aquellos minutos eran la culminación del día, un regalo para mí, que me proporcionaban una gran calma interior y constituían en sí una especie de renovación, de purificación que me hacía sentir integrada con la naturaleza; sabía que los demás no lo entendían, sin embargo había algo que me hacía contactar con otro espacio y otro tiempo en esos preciosos momentos. Aquello se había llegado a convertir en un ritual propio.
Un día más, mientras terminaba de vestirme escuchaba a lo lejos la voz amada.
- ¿Te falta mucho? Date prisa, que ya está la cena.
- Bueno, vale ya sé lo que quieres, ahora nos vamos a tirar la basura.
El animal acogió con alegría mis palabras, celebrando con saltos que dejara de leer y me levantara.
Lo de tirar la basura era la excusa diaria para dar un paseo al caer la tarde. No me cabía la menor duda de que el perro tenía un reloj interno que le avisaba, haciendo sonar alguna alarma, indicándole las ocho en punto, hora solar, y comenzaba a impacientarse.
Me puse una camiseta y un pantalón corto encima del bañador, me atusé un poco el pelo y ate con cuidado la bolsa de plástico negra, mientras él me seguía de cerca por la casa. Al verme salir con la bolsa en la mano y vestida fue tal su alegría, que a la fiesta de los brincos y vueltas acompañó algunos ladridos.
Apenas media hora era el tiempo que dedicábamos a pasear llegando hasta los contenedores y dando un rodeo para volver por otro camino, durante el cual, mi perro disfrutaba corriendo y volviendo a mi lado una y otra vez; se acercaba feliz y callado a cada puerta que encontrábamos a lo largo de nuestro recorrido, olisqueando y exhibiendo descarado una libertad de la que sus congéneres no podían disfrutar, al permanecer atados o tras las tapias de sus jardines y, por supuesto, aprovechaba ese rato para hacer sus necesidades lejos de sus dominios.
De vez en cuando se alejaba triscando montaraz, hasta ocultarse entre las jaras y las retamas haciéndome gritar su nombre, para regresar cuando le venía en gana saltando con júbilo a mi lado, sin dejar de mover el rabo, mostrando su mejor estampa.
Al regresar a casa sabía que comenzaba para mí esa otra labor en la que también le gustaba acompañarme. Realmente con los años, su presencia había llegado a formar parte de mi sombra, integrándose en ella de tal modo que no tenía que volverme para saber que él se encontraba allí.
Yo abría la llave de paso que conectaba la manguera y comenzaba a regar. Regar, cuando el calor había dejado de apretar suponía para mi un ejercicio grato y reconfortante; ver caer el agua que poco a poco va mojando la tierra y es absorbida por ella con avidez; observar las plantas mientras reciben la bendición líquida y pequeñas gotas salpican sus hojas haciéndolas espabilarse, conseguía relajar mi mente y aquietaba mi espíritu. Menuda forma de meditar la mía, sin embargo, me resultaba más sencilla y eficaz que muchas técnicas orientales o hindús; así era fácil liberar la mente de pensamientos, centrándome únicamente y exclusivamente en lo que hacía en esos instantes precisos.
Inevitablemente se me echaba la noche encima, como todos los días y acababa la jornada con un baño de agua fría a la luz de luna, bajo un cielo salpicado de estrella y con el jardín iluminado tenuemente con algunas velas. Aquellos minutos eran la culminación del día, un regalo para mí, que me proporcionaban una gran calma interior y constituían en sí una especie de renovación, de purificación que me hacía sentir integrada con la naturaleza; sabía que los demás no lo entendían, sin embargo había algo que me hacía contactar con otro espacio y otro tiempo en esos preciosos momentos. Aquello se había llegado a convertir en un ritual propio.
Un día más, mientras terminaba de vestirme escuchaba a lo lejos la voz amada.
- ¿Te falta mucho? Date prisa, que ya está la cena.
Produce envidia sana este relato, Graziela; esa maravillosa comunicación con los animales y la naturaleza.
Me gusta el relato, tu perro y sobre todo el baño a la luz de la luna.
ES QUE ZUM ERA "EL SEÑOR ZUM" EL MEJOR PERRO DEL MUNDO.
TE HAS COMIDO UNA PARTE DEL BAÑO. MY MAL, ÁNGELA
Precioso relato. Es increíble el recuerod que algunos animales deja en nuestras vidas.
Cada uno debemos encontrar la forma propia de conectarnos y beber de la fuente de la que procedemos. Pero cada vez es más difícil salir del engranaje cruel que nos aprisiona. Afortunados los que como tú lo consiguen.
Graziela como siempre precioso y entrañable, que bonito el recuerdo al mejor perro y compañero.
Muchas gracias por vuestros comentarios. Se que algunos que conocieron a mi preciosos perro lo han leido, y se han entristecido al recordarle. Yo siempre mantengo un recuerdo dulce y enternecedor del tiempo que compartimos y solo pensar en él me hace sonreir. Aunque todavía le añoro y desde que no está a mi lado tengo la sensación de que he perdido parte de mi sombra.
Tan precioso... se le echa de menos!!!