LA AULAGA
Al regresar a su coche, después de la última visita, se dio cuenta que estaba aparcado frente a una galería de arte; había terminado muy pronto su trabajo, lo que le permitía tomarse el resto de la tarde libre, sin embargo, no se le ocurría qué hacer así que, distraídamente y más por pasar un rato que llevada por ningún otro interés artístico o cultural, entró en aquella pequeña galería cuyo escaparate reflejaba el sol.
El propietario, atractivo y de edad indefinida, nada más ver entrar a aquella enigmática mujer, esbelta, con una elegancia natural, se acercó a ella para ofrecerle información sobre la exposición de fotografía que exhibía la sala. Entabló conversación intentando conocer sus gustos y preferencias en materia artística, con el fin de poder ayudarla. Eran varios los autores que exponían sus trabajos en aquella muestra, explicaba amablemente el galerista, manejando datos de los temas de cada obra y sus creadores.
Le estaba hablando de Carlos Verdú Belda, uno de los fotógrafos, pero Lucía ya no le escuchaba; en aquellos momentos la vista era el único sentido que parecía tener despierto. Atraída por aquella fotografía como una mariposa por una hermosa flor, sus ojos avellanados no podían apartarse de ella. Se sentía profundamente impactada.
No necesitó ninguna explicación sobre la obra, ni le importó la trayectoria de su autor. Ni siquiera quiso terminar de ver toda la exposición, pese a la amable insistencia del hombre atractivo; en realidad sólo había visto las tres primeras fotografías antes de quedar cautivada por aquella instantánea tan impresionante. Sin intentar disimular ni disculparse por ello, preguntó el precio y entregó la tarjeta bancaria para abonar su importe.
El galerista, sorprendido por lo inusual de la venta que fue casi instantánea, y ante la posibilidad de frustrar la operación, no quiso discutir con la extravagante cliente cuando ésta le indicó, incontestable, que deseaba retirar la obra al momento y que lo haría ella misma, sin aceptar su ayuda para descolgar el cuadro, como si temiese que pudieran arrebatársela o dañarla. Urgida por una premura injustificada, ni siquiera quiso esperar a que le fuera envuelta, llevándosela tal y como la acaba de retirar de la pared.
Ella no podía explicar cual era el motivo que le llevó a comprar aquel cuadro, ni tampoco la razón para colocarlo en un lugar destacado de su casa; no hallaba justificación a su insólito proceder, pero el caso es que la imagen atraía su mirada de forma constante.
No necesito mucho tiempo para comprender que, sentirse seducida por ella, era la absurda consecuencia de verse reflejada a sí misma en la foto, una instantánea con aulagas culminando un montículo de tierra; tierra rojo vivo, arcillosa, serpenteada de una rama leñosa, ávida de agua. La raíz tortuosa cruzaba el terreno iluminado por un cielo grisáceo. Definitivamente era una alegoría de su vida y había conseguido mucho más con la contemplación del singular paisaje que con la psicoterapia. Identificarse con él era bastante significativo, estaba mucho peor de lo que pensaba, y entonces tomó la determinación: cambiar radicalmente de vida.
Tantos y tantos años pugnando por llegar a lo más alto, por sentirse encumbrada profesionalmente, por ver reconocidos esfuerzos y logros para, desde la cima de aquella montaña construida por ella granito a granito, darse cuenta de que el esfuerzo había resultado vano, que en el camino perdió su dignidad, su orgullo, sus amigos y su amor sin apenas reparar en ello. Se dejó arrastrar en esa carrera ascendente desperdiciando tantas flores hermosas como nos ofrece la vida para, al final, sólo conseguir rastrojos con espinas.
Alejada de todo y de todos, inalcanzable en su trono baldío, sin nadie con quien compartir tiempo y existencia. Lo que se suponía una gran victoria quedó reducido a ligeras cenizas arrastradas por un viento hostil que le atenaza el alma, y ennegrece el rostro adhiriéndose a cada poro de su piel hasta asfixiarla. ¡Que triste resulta contemplar ese paisaje desolador mirando hacia abajo! Quizás si regresara con los bolsillos llenos de humildad volvería a conquistar a quienes un día dio la espalda, a los que fue desechando a cada paso por medrar.
Era largo el sendero que aún le quedaba por recorrer, un camino angosto para regresar al comienzo, sin atajos, colmado de curvas, baches y recovecos por los que pasó de puntillas sin reparar en ellos, buscando ahora a aquellos que quedaron relegados aguardando su ayuda y comprensión y no recibieron más que su fría indiferencia. ¿Estaría a tiempo de ofrecerles esa palabra de consuelo que no supo dar, esa mano que no quiso tenderles o simplemente prestar oídos a sus sugerencias? No iba a ser nada fácil y lo sabía. Tal vez le supondría la labor más ardua que había tenido que realizar en toda su vida.
Por duro que le pareciera verse reflejada, como se veía, en el azoque irregular de aquella imagen de sequía, que le hacía sentirse al igual que ella solitaria, árida, agreste y estéril, contemplo al mismo tiempo la necesidad de salir del estancamiento, el cuadro la apremiaba mudo, obstinado, desde la pared. Esto no podía suponer un punto y aparte en su historia, sino el comienzo de un resurgir diferente. Tal vez otro lugar, otro país, otras gentes. Otra Lucía.
Las nuevas perspectivas le animaron, le encantaban los retos y este era colosal: cambiarse a si misma. Sintió aflorar lo mejor de ella, la mujer emprendedora, valerosa que iba a demostrar de lo que era capaz para alcanzar esa serenidad que tanto ansiaba y le había resultado esquiva hasta entonces. Ni la posición, el dinero, el prestigio ni el poder habían conseguido borrar su profunda insatisfacción; al contrario, cada vez se alejaba más de su esencia, de lo que necesitaba. Se sentía tan pobre, que sólo tenía dinero.
Debía zanjar muchas cuestiones antes de irse. No pensaba arrastrar viejos lastres emocionales, quería partir ligera de equipaje. Pero estaba segura de algo: aquella fotografía que le había hecho replanteárselo todo, sería parte de su bagaje.
Al regresar a su coche, después de la última visita, se dio cuenta que estaba aparcado frente a una galería de arte; había terminado muy pronto su trabajo, lo que le permitía tomarse el resto de la tarde libre, sin embargo, no se le ocurría qué hacer así que, distraídamente y más por pasar un rato que llevada por ningún otro interés artístico o cultural, entró en aquella pequeña galería cuyo escaparate reflejaba el sol.
El propietario, atractivo y de edad indefinida, nada más ver entrar a aquella enigmática mujer, esbelta, con una elegancia natural, se acercó a ella para ofrecerle información sobre la exposición de fotografía que exhibía la sala. Entabló conversación intentando conocer sus gustos y preferencias en materia artística, con el fin de poder ayudarla. Eran varios los autores que exponían sus trabajos en aquella muestra, explicaba amablemente el galerista, manejando datos de los temas de cada obra y sus creadores.
Le estaba hablando de Carlos Verdú Belda, uno de los fotógrafos, pero Lucía ya no le escuchaba; en aquellos momentos la vista era el único sentido que parecía tener despierto. Atraída por aquella fotografía como una mariposa por una hermosa flor, sus ojos avellanados no podían apartarse de ella. Se sentía profundamente impactada.
No necesitó ninguna explicación sobre la obra, ni le importó la trayectoria de su autor. Ni siquiera quiso terminar de ver toda la exposición, pese a la amable insistencia del hombre atractivo; en realidad sólo había visto las tres primeras fotografías antes de quedar cautivada por aquella instantánea tan impresionante. Sin intentar disimular ni disculparse por ello, preguntó el precio y entregó la tarjeta bancaria para abonar su importe.
El galerista, sorprendido por lo inusual de la venta que fue casi instantánea, y ante la posibilidad de frustrar la operación, no quiso discutir con la extravagante cliente cuando ésta le indicó, incontestable, que deseaba retirar la obra al momento y que lo haría ella misma, sin aceptar su ayuda para descolgar el cuadro, como si temiese que pudieran arrebatársela o dañarla. Urgida por una premura injustificada, ni siquiera quiso esperar a que le fuera envuelta, llevándosela tal y como la acaba de retirar de la pared.
Ella no podía explicar cual era el motivo que le llevó a comprar aquel cuadro, ni tampoco la razón para colocarlo en un lugar destacado de su casa; no hallaba justificación a su insólito proceder, pero el caso es que la imagen atraía su mirada de forma constante.
No necesito mucho tiempo para comprender que, sentirse seducida por ella, era la absurda consecuencia de verse reflejada a sí misma en la foto, una instantánea con aulagas culminando un montículo de tierra; tierra rojo vivo, arcillosa, serpenteada de una rama leñosa, ávida de agua. La raíz tortuosa cruzaba el terreno iluminado por un cielo grisáceo. Definitivamente era una alegoría de su vida y había conseguido mucho más con la contemplación del singular paisaje que con la psicoterapia. Identificarse con él era bastante significativo, estaba mucho peor de lo que pensaba, y entonces tomó la determinación: cambiar radicalmente de vida.
Tantos y tantos años pugnando por llegar a lo más alto, por sentirse encumbrada profesionalmente, por ver reconocidos esfuerzos y logros para, desde la cima de aquella montaña construida por ella granito a granito, darse cuenta de que el esfuerzo había resultado vano, que en el camino perdió su dignidad, su orgullo, sus amigos y su amor sin apenas reparar en ello. Se dejó arrastrar en esa carrera ascendente desperdiciando tantas flores hermosas como nos ofrece la vida para, al final, sólo conseguir rastrojos con espinas.
Alejada de todo y de todos, inalcanzable en su trono baldío, sin nadie con quien compartir tiempo y existencia. Lo que se suponía una gran victoria quedó reducido a ligeras cenizas arrastradas por un viento hostil que le atenaza el alma, y ennegrece el rostro adhiriéndose a cada poro de su piel hasta asfixiarla. ¡Que triste resulta contemplar ese paisaje desolador mirando hacia abajo! Quizás si regresara con los bolsillos llenos de humildad volvería a conquistar a quienes un día dio la espalda, a los que fue desechando a cada paso por medrar.
Era largo el sendero que aún le quedaba por recorrer, un camino angosto para regresar al comienzo, sin atajos, colmado de curvas, baches y recovecos por los que pasó de puntillas sin reparar en ellos, buscando ahora a aquellos que quedaron relegados aguardando su ayuda y comprensión y no recibieron más que su fría indiferencia. ¿Estaría a tiempo de ofrecerles esa palabra de consuelo que no supo dar, esa mano que no quiso tenderles o simplemente prestar oídos a sus sugerencias? No iba a ser nada fácil y lo sabía. Tal vez le supondría la labor más ardua que había tenido que realizar en toda su vida.
Por duro que le pareciera verse reflejada, como se veía, en el azoque irregular de aquella imagen de sequía, que le hacía sentirse al igual que ella solitaria, árida, agreste y estéril, contemplo al mismo tiempo la necesidad de salir del estancamiento, el cuadro la apremiaba mudo, obstinado, desde la pared. Esto no podía suponer un punto y aparte en su historia, sino el comienzo de un resurgir diferente. Tal vez otro lugar, otro país, otras gentes. Otra Lucía.
Las nuevas perspectivas le animaron, le encantaban los retos y este era colosal: cambiarse a si misma. Sintió aflorar lo mejor de ella, la mujer emprendedora, valerosa que iba a demostrar de lo que era capaz para alcanzar esa serenidad que tanto ansiaba y le había resultado esquiva hasta entonces. Ni la posición, el dinero, el prestigio ni el poder habían conseguido borrar su profunda insatisfacción; al contrario, cada vez se alejaba más de su esencia, de lo que necesitaba. Se sentía tan pobre, que sólo tenía dinero.
Debía zanjar muchas cuestiones antes de irse. No pensaba arrastrar viejos lastres emocionales, quería partir ligera de equipaje. Pero estaba segura de algo: aquella fotografía que le había hecho replanteárselo todo, sería parte de su bagaje.
SÁBADO
El Centro Comercial había quedado en penumbra, el supermercado y las tiendas estaban cerradas, no había nadie en los locales de ocio. Una sensación inquietante invadió a Carmen al salir del cine. Era como si la gente se hubiera esfumado de repente. La película que acababa de ver ¿la había soñado? No la recordaba. Comenzó a angustiarse ante la inusitada soledad. Los pasillos, tan concurridos habitualmente, estaban totalmente desiertos; no se escuchaba nada salvo el silencio. Su preocupación iba en aumento al mirar a su alrededor. Tal vez había ocurrido algo y ella no se había enterado; quizás incluso estaba en peligro, imaginó; ante este pensamiento se sintió paralizada por el terror, no se podía mover, estaba allí en medio, sola, sin saber que hacer o adonde dirigirse. Su corazón latía con tal fuerza que le retumbaba en las sienes. Intentó tranquilizarse antes de comenzar a andar con paso inseguro hacia las escaleras mecánicas. No funcionaban. Como sonámbula se dirigió entonces al ascensor, al que tampoco parecía llegarle energía. Tal vez solo era un apagón, pero ¿dónde había ido todo el mundo? Intentó recordar como llegar a las escaleras cuando sintió que algo le rozaba y escuchó un grito desgarrador que pareció invadirlo todo, quedándose sobrecogida de pavor. Notó erizársele el bello de todo el cuerpo y un escalofrío la recorrió entera. Buscó con la mirada sin ver nada y sintió ganas de correr, de huir de allí, de salir a la calle, de volver a su vida, pero las piernas comenzaban a flaquearle, creyó que se iba a desmayar, incapaz ya de aguantar la tensión al escuchar unos pasos aproximándose sigilosos. No pudo evitar que un gritó ahogado le atenazara la garganta al sentir una mano fría en el hombro. Apretó los ojos con fuerza. Por favor... Perdone, ya empieza la película ¿me permite pasar?
El Centro Comercial había quedado en penumbra, el supermercado y las tiendas estaban cerradas, no había nadie en los locales de ocio. Una sensación inquietante invadió a Carmen al salir del cine. Era como si la gente se hubiera esfumado de repente. La película que acababa de ver ¿la había soñado? No la recordaba. Comenzó a angustiarse ante la inusitada soledad. Los pasillos, tan concurridos habitualmente, estaban totalmente desiertos; no se escuchaba nada salvo el silencio. Su preocupación iba en aumento al mirar a su alrededor. Tal vez había ocurrido algo y ella no se había enterado; quizás incluso estaba en peligro, imaginó; ante este pensamiento se sintió paralizada por el terror, no se podía mover, estaba allí en medio, sola, sin saber que hacer o adonde dirigirse. Su corazón latía con tal fuerza que le retumbaba en las sienes. Intentó tranquilizarse antes de comenzar a andar con paso inseguro hacia las escaleras mecánicas. No funcionaban. Como sonámbula se dirigió entonces al ascensor, al que tampoco parecía llegarle energía. Tal vez solo era un apagón, pero ¿dónde había ido todo el mundo? Intentó recordar como llegar a las escaleras cuando sintió que algo le rozaba y escuchó un grito desgarrador que pareció invadirlo todo, quedándose sobrecogida de pavor. Notó erizársele el bello de todo el cuerpo y un escalofrío la recorrió entera. Buscó con la mirada sin ver nada y sintió ganas de correr, de huir de allí, de salir a la calle, de volver a su vida, pero las piernas comenzaban a flaquearle, creyó que se iba a desmayar, incapaz ya de aguantar la tensión al escuchar unos pasos aproximándose sigilosos. No pudo evitar que un gritó ahogado le atenazara la garganta al sentir una mano fría en el hombro. Apretó los ojos con fuerza. Por favor... Perdone, ya empieza la película ¿me permite pasar?
MAÑANA DE COLEGIO.
Miguel, el bedel cuyo gesto adusto anuncia su inminente jubilación, atraviesa impertérrito el patio con paso marcial. Las llaves resuenan colgando de su mano y muchos ojos le siguen desde el otro lado de la verja, acompañándole en cada movimiento de ese ritual temprano que practicaba desde hacía muchos años. Abrir la puerta de la entrada significa que toda la chiquillería pase en tropel al patio, arrastrando sus mochilas en una carrera arrolladora, con gran algarabía acompañada de empujones, saludos y gritos para intentar colocarse los primeros de la fila de su curso.
Al otro lado de la valla los niños olvidan sus historias, dejando apartada esa otra parte de su vida que creían ajena al colegio, pero que inevitablemente arrastran con ellos allá donde fueren.
Tantos testimonios se entremezclaban en aquellos críos de distintas edades, diversos países y, sobre todo, de familias tan dispares, que sólo había que pasar tiempo con ellos, observando sus comportamientos, viendo su actitud y escuchándoles, para saber lo que decían y lo que callaban de sus hogares. No era difícil leer entre líneas heridas abiertas, yagas profundas e incipientes traumas, algunos de ellos de espinosa cicatrización.
Alicia trae a cinco niños, los dos más pequeños cogidos de la mano, el resto sin separarse mucho de sus faldas; oliendo a jabón, repeinados y con las ropas impolutas, cargan sus carteras en las que llevan algo más que libros y cuadernillos, el plumier y el bocadillo. Ella es la mujer encargada de la casa de acogida en la que conviven estos pequeños de diferentes culturas, con el único denominador común de la violencia y el abandono. Los ojos tristes de Adrián, el más pequeño, parecen alegrase cuando le toco el pelo y, rápidamente, responde a la caricia acercándose a mí y acurrucándose. Es un niño extraño, habla muy despacito, con tono ñoño y lastimero, como si fuera más pequeño de lo que en realidad es, pero no hace falta ser muy hábil para darse cuenta del cariño que demanda.
- ¡Mucho mimo es lo que tiene!, dice Patricia cuando el chiquillo se me acerca moviendo la cabeza y poniendo morritos.
Pero hay algo más que mimo tras esas gafitas y el ademán de gatito lento. Requiere constantes atenciones, aunque para conseguirlas tenga que hacerlo con violencia, esa violencia de la que fue objeto antes incluso de nacer motivada por los celos, y que le han impedido alcanzar un desarrollo normal cuyo limite es difícil precisar; Rasty, que abulta poco más que Marcos, al contrario que este es pura fibra y vitalidad, con la sonrisa constante dibujada en la boca, de ojos verdes vivísimos y dispuesto a pegarse con cualquiera que mire mal a su hermana mayor; de padres rumanos, fueron rescatados de un semáforo cuando limpiaban algo más que los cristales de los coches. Los otros chavales, bastante más mayores, probaron las uvas amargas del abandono y llevan en la mirada prendida una tristeza profunda que el tiempo será incapaz de arrancar.
Los papás, mamás, abuelos y abuelas, todos se dan cita en el colegio, aunque sólo algunos les acompañen incluso cuando juegan con otros niños o están en fila para subir a clase, llevados por el exceso de celo y para comentar brevemente a las profesoras alguna novedad de sus retoños. Niños consentidos, bordes, alegres, caprichosos, listos, engreídos, nerviosos, apocados, repelentes, simpáticos, pesados, adorables y todos ellos preciosos en alguna medida.
- No sabes qué suerte tengo –comenta Carlitos a boca jarro abriendo mucho los ojos- Mi padre ha encontrado un piso al lado de la oficina y se va a mudar. Así Sergio, que es mi hermano pequeño, y yo tendremos dos tartas de cumpleaños, y escribiremos dos cartas para pedir nuestros regalos a los Reyes Magos. ¿Va a ser estupendo?
Lo que es sorprendente, más que tremendo, es ver cada día a estos aprendices de hombres y mujeres cómo comienzan a desenvolverse, aprenden a relacionarse, hacen amistad entre ellos, sabiendo que solamente algunas de estas relaciones forjadas en la más tierna infancia, conseguirán anudar tan fuerte sus lazos que se mantendrán durante toda la vida, y tal vez más allá.
Suena la música, Marta, la niña asperger de integración, busca mi mano; es hora de entrar a clase.
Cuentos Publicados en Miscelánea Literaria, Revista Trimestral, Segunda Época. Año VI-Nº 12
Miguel, el bedel cuyo gesto adusto anuncia su inminente jubilación, atraviesa impertérrito el patio con paso marcial. Las llaves resuenan colgando de su mano y muchos ojos le siguen desde el otro lado de la verja, acompañándole en cada movimiento de ese ritual temprano que practicaba desde hacía muchos años. Abrir la puerta de la entrada significa que toda la chiquillería pase en tropel al patio, arrastrando sus mochilas en una carrera arrolladora, con gran algarabía acompañada de empujones, saludos y gritos para intentar colocarse los primeros de la fila de su curso.
Al otro lado de la valla los niños olvidan sus historias, dejando apartada esa otra parte de su vida que creían ajena al colegio, pero que inevitablemente arrastran con ellos allá donde fueren.
Tantos testimonios se entremezclaban en aquellos críos de distintas edades, diversos países y, sobre todo, de familias tan dispares, que sólo había que pasar tiempo con ellos, observando sus comportamientos, viendo su actitud y escuchándoles, para saber lo que decían y lo que callaban de sus hogares. No era difícil leer entre líneas heridas abiertas, yagas profundas e incipientes traumas, algunos de ellos de espinosa cicatrización.
Alicia trae a cinco niños, los dos más pequeños cogidos de la mano, el resto sin separarse mucho de sus faldas; oliendo a jabón, repeinados y con las ropas impolutas, cargan sus carteras en las que llevan algo más que libros y cuadernillos, el plumier y el bocadillo. Ella es la mujer encargada de la casa de acogida en la que conviven estos pequeños de diferentes culturas, con el único denominador común de la violencia y el abandono. Los ojos tristes de Adrián, el más pequeño, parecen alegrase cuando le toco el pelo y, rápidamente, responde a la caricia acercándose a mí y acurrucándose. Es un niño extraño, habla muy despacito, con tono ñoño y lastimero, como si fuera más pequeño de lo que en realidad es, pero no hace falta ser muy hábil para darse cuenta del cariño que demanda.
- ¡Mucho mimo es lo que tiene!, dice Patricia cuando el chiquillo se me acerca moviendo la cabeza y poniendo morritos.
Pero hay algo más que mimo tras esas gafitas y el ademán de gatito lento. Requiere constantes atenciones, aunque para conseguirlas tenga que hacerlo con violencia, esa violencia de la que fue objeto antes incluso de nacer motivada por los celos, y que le han impedido alcanzar un desarrollo normal cuyo limite es difícil precisar; Rasty, que abulta poco más que Marcos, al contrario que este es pura fibra y vitalidad, con la sonrisa constante dibujada en la boca, de ojos verdes vivísimos y dispuesto a pegarse con cualquiera que mire mal a su hermana mayor; de padres rumanos, fueron rescatados de un semáforo cuando limpiaban algo más que los cristales de los coches. Los otros chavales, bastante más mayores, probaron las uvas amargas del abandono y llevan en la mirada prendida una tristeza profunda que el tiempo será incapaz de arrancar.
Los papás, mamás, abuelos y abuelas, todos se dan cita en el colegio, aunque sólo algunos les acompañen incluso cuando juegan con otros niños o están en fila para subir a clase, llevados por el exceso de celo y para comentar brevemente a las profesoras alguna novedad de sus retoños. Niños consentidos, bordes, alegres, caprichosos, listos, engreídos, nerviosos, apocados, repelentes, simpáticos, pesados, adorables y todos ellos preciosos en alguna medida.
- No sabes qué suerte tengo –comenta Carlitos a boca jarro abriendo mucho los ojos- Mi padre ha encontrado un piso al lado de la oficina y se va a mudar. Así Sergio, que es mi hermano pequeño, y yo tendremos dos tartas de cumpleaños, y escribiremos dos cartas para pedir nuestros regalos a los Reyes Magos. ¿Va a ser estupendo?
Lo que es sorprendente, más que tremendo, es ver cada día a estos aprendices de hombres y mujeres cómo comienzan a desenvolverse, aprenden a relacionarse, hacen amistad entre ellos, sabiendo que solamente algunas de estas relaciones forjadas en la más tierna infancia, conseguirán anudar tan fuerte sus lazos que se mantendrán durante toda la vida, y tal vez más allá.
Suena la música, Marta, la niña asperger de integración, busca mi mano; es hora de entrar a clase.
Cuentos Publicados en Miscelánea Literaria, Revista Trimestral, Segunda Época. Año VI-Nº 12
Muy bonitos los tres.
Buen trabajo esos relatos que buscan lo esencial, como decía Exupery. Tus trabajos siempre me hacen pararme un poco y pensar. Hoy, además no puedo por menos que resaltar una frase que me ha parecido hermosísima: mirarse "en el azogue irregular de aquella imagen de sequía" Preciosa, ¿me la prestas?