mar
31
Graziela

 


TUNEL DE LAVADO

 Me daba vergüenza ir con el coche tan sucio. Hacía días que me proponía llevarlo a limpiar, sin encontrar un rato para hacerlo.  Me prometí que de hoy no pasaba, que cuando saliera de la consulta, antes de ir a casa iría a la estación de servicio y entraría en el túnel de lavado, para que mi pobre Golf recuperara su color, oculto bajo una capa de barro, cacas de paloma y restos de hojas secas.

Mientras conducía hacia la gasolinera pensé que me vendría bien descansar la mente durante unos minutos, hay días en los que es especialmente duro escuchar los problemas, obsesiones o neurosis de mis pacientes. Me gustaba sentirme protegida en el asiento del conductor, rodeada por el ruido blanco del agua a presión, el jabón, los cepillos o el aire de secado y las bayetas que hacían su trabajo.  Estaba el mismo señor de siempre que indicaba como colocar las ruedas en la posición adecuada y acercar mi móvil al lector para efectuar el pago del servicio.

Tuve la sensación de que la limpieza duraba más de lo habitual. Al ver aparecer la luz verde, metí primera y abandoné el túnel.  Me di cuenta entonces que no había salido por el lugar habitual. Estaba frente a un parque, y no veía por ningún sitio el edificio de apartamentos que había en esa calle, claro que tal vez no era la misma calle. Me resultó muy extraño. Las flechas indicaban dirección obligatoria, así que me limité a seguir las señales de tráfico, sintiéndome cada vez más confusa y desorientada.  Aquella zona no me sonaba de nada. Conducía como una autómata. Al ver un sitio quise pararme para mirar en el navegador donde me encontraba. No pude, el coche siguió andando. No me dejaba maniobrar; tampoco conseguía separar las manos del volante. Me puse muy nerviosa. Notaba el corazón latiéndome muy rápido y las pulsaciones en el cuello y las sienes, respiraba agitadamente y estaba empapada en sudor. Era todo muy extraño y desconcertante.

El coche funcionaba solo, como si fuera en piloto automático; yo no podía cambiar de dirección o elegir mi propia ruta. Aquello era una paranoia. Pensé que como estaba agotada lo mismo me había dormido en el túnel de lavado y todo era un mal sueño del que no conseguía despertarme. A veces pasa, te das cuenta de que estás inmersa en una pesadilla y eres incapaz de salir de ella. Es solo un mal sueño, me repetía como un mantra: tranquila Esther, esto es solo un mal sueño, pronto despertarás y habrá acabado. Pero aquello no terminaba. Circulaba por calles solitarias que parecían de una ciudad fantasma. Tenía miedo, aunque no sabía de qué.

Inesperadamente el volante giró a la izquierda y para mi sorpresa aparecimos en mi calle. Un poco más adelante, a la derecha estaba la entrada del garaje de mi casa. Noté que volvía a ser dueña de los mandos. Frené para entrar despacio en la rampa, hice las mismas maniobras de siempre para aparcar en mí plaza, al lado del coche de mi marido. Aún estaba bastante alterada. Apagué el motor. Apresuradamente me quité el cinturón, cogí mi bolso y abrí la puerta. Quería alejarme, llegar a casa. Al cerrar el coche me llamó la atención ver que los cristales y la carrocería estaban igual de sucios que esa mañana.  Me quedé perpleja/anonadada/impactada.

Corrí hasta el ascensor. Me temblaban las manos y no atinaba bien a meter la llave en la cerradura. Al entrar, mi hijo vino corriendo a recibirme y le abracé como si no le hubiera visto en semanas. Miguel debió notar mi azoramiento: ¿Esther, estás bien? ¡Qué pronto has llegado, acabamos de volver del partido! Mami, he metido un gol –dijo entusiasmado Darío-. Le felicité y nos abrazamos de nuevo.

-       Cariño, si quieres, date un baño mientras preparo la cena y luego me cuentas.

Mientras se llenaba la bañera cogí mi cuaderno y empecé a escribir lo ocurrido, es una deformación profesional, suelo anotar lo que me preocupa, los problemas que surgen o lo que de alguna manera me altera, como hago en la consulta con mis pacientes.  

Aquello resultaba totalmente absurdo, una alucinación.

No puedo precisar el tiempo que pasé en la bañera. Sé que Darío entró a darme un beso de buenas noches y cuando se acostó, Miguel vino a ver cómo me encontraba. Yo me sentía mucho más tranquila, aunque todavía notaba esa sensación de que ha pasado algo, como un runrún en el pecho, no supe qué contarle porque no recordaba lo ocurrido.  

Eso sí, le pedí que al día siguiente me cambiara el coche y dejara el mío en el taller al lado de su oficina para que lo revisaran y limpiaran a fondo. Creo que algo no va bien en el motor.

 

 

mar
02
Graziela

 



REAJUSTES


Los reajustes de la empresa tenían en vilo a toda la plantilla, daba igual el departamento y el cargo. Sabíamos que las cosas no iban bien y los despidos eran un goteo mensual, una especie de rifa para la que todos llevábamos boletos sin comprarlos.

La noticia de que íbamos a ser absorbidos por una  multinacional muy poderosa no sé si nos causó más preocupación que alivio.

Ordenaron al departamento de recursos humanos que entrevistara a todos y cada uno de los empleados acogidos a la subrogación laboral, supongo que para valora los trabajadores que les interesaba mantener y aquellos de los que debían prescindir.

Estábamos nerviosos, expectantes ante el momento en que seríamos recibidos por la Jefa de personal, una mujer de aspecto anodino, siempre con trajes oscuros, zapatos planos carísimos y blusas preciosas según las compañeras más entendidas en moda, ella tenía nuestro futuro en sus manos.

Salí muy contento de la entrevista, me pareció una señora muy agradable que hasta tenía humor, por algunos comentarios jocosos que hizo para darme confianza o tranquilizarme, no sé bien. Claro que otros también habían salido con buena impresión del encuentro y un mes después recibían la carta de despido, finiquito e indemnización, al menos en eso podíamos estar tranquilos, no tendríamos que pleitear para conseguir lo que nos correspondía.

Pasado un mes llegó la notificación, como era de esperar. Fue algo inesperado saber que no solo querían seguir contando conmigo, sino que me incluían en el nuevo organigrama con un puesto de mayor responsabilidad, ¡un ascenso! Acompañado del correspondiente incremento salarial.  

Sí, como decía mi mujer, definitivamente era un tipo con suerte, aunque siempre lo decía por estar casado con ella.

 


feb
06
Graziela

 



EN BUENA COMPAÑÍA

 Recibí una carta certificada. Era de un abogado de Buenos Aires, albacea de doña María Marta Ramirez de Prada, tía lejana mía. En ella me notificaba su fallecimiento y al ser yo su única familiar viva, me había legado todos sus bienes. El sobre también contenía un billete de avión con fecha abierta para viajar a Argentina, abrir el testamento y aceptar la herencia.

Recordé que cuando vivía mamá siempre recibía una felicitación navideña de la tal María Marta y ella le mandaba otra, pero aparte de eso, desconocía todo lo relativo a su vida.

La sorpresa fue mayúscula y la expectativa de hacer un viaje a otro país se me hacía un mundo. Entre que siempre he sido tan aventurera como un mejillón, pegadita a mi roca y  mis posibilidades económicas no me han permitido llegar tan lejos, tener que hacerlo sola no me apetecía mucho, pues a ver a cual de mis amigas convencía para acompañarme. Claro que también una oportunidad así no se presenta dos veces.

Mi amiga Laura, agente de viajes, me busco un hotel pequeño y céntrico en Buenos Aires y me acompañó al aeropuerto. Nos despedimos como si me fuera para siempre, tampoco sabía lo que me esperaba al otro lado del océano.

Aquella ciudad me cautivó desde el principio.

El bufete del abogado estaba muy cerca del mi hotelito. Firme todos los papeles, y me explicó detalladamente en qué consistía la herencia. Recibí una buena cantidad de dinero, que al ser en pesos parecía una verdadera fortuna y me entregó las llaves para que tomara posesión de la vivienda inmediatamente. Era un departamento muy coqueto en un buen barrio,  me aclaro que con el piso y todos sus bienes y enseres, el legado incluía dos gatos Luzmila y Ranses, y un loro que se llamaba Remigio, que al parecer era el nombre de un novio que tuvo la difunta, como me explicó el vecino que se encargó de los animales de María Marta hasta mi llegada, por deseo expreso de la finada.

De eso hace ya dos años y aquí sigo, perfectamente integrada en la vida bonaerense. Mi vecino, Matías, es encantador y aunque siempre pensé que lo mío eran perros, estoy bien acompañada con mis preciosos mininos y con Remigio, que todos los días, en cuanto me levanto y quito el trapo que cubre su jaula me dice: “!Que linda sos¡”, y yo me siento la mujer más afortunada del mundo.


ene
12
Graziela

 



EN MALA EDAD.

Como decía mi amiga Alicia, “estamos en muy mala edad y tenemos que cuidarnos”, era la frase que le servía de excusa, para hacer lo que le apetecía y darse  caprichos.  Pensaba que tenía razón al comenzar a sentirme mal. Pre-menopausia, argumentó, cuando le conté que me notaba muy hinchada, que pese a tener desde cría los ciclos regulares pasaban meses sin menstruar y cuando creía que ya podía despedirme del engorro de los manchados a destiempo, volvía a aparecer la dichosa regla.

Mi preocupación creció con la pérdida de peso, hacía tiempo que tiré la toalla con dietas infructuosas para adelgazar. Entre eso, los mareos, el cansancio y una sensación de que nada me sentaba bien, me rendí a la insistencia de mi marido y pedí hora en el médico. Según la doctora aquellos síntomas no se justificaban con el cambio hormonal sumado al estrés del trabajo, que lo arrastraba desde siempre.

A ver si voy a tener la mierda esa del sibo, que está tan de moda últimamente o algo peor, que tres de mis amigas habían pasado por el quirófano y la quimio, por no hablar de la pobre Mercedes, que ya ni lo cuenta. Estos y otros pensamientos horribles y otros peores llenaban mi mente en cuanto me despistaba.

La médico de familia me recomendó ir a un internista, que primero me tranquilizó,  aunque reconoció que estaba en una edad complicada para las mujeres y me pidió una analítica muy completa, otra serie de pruebas como ecografías de tiroídes y abdominales.

Seguí con síntomas y aquel agotamiento, a lo que se sumó el insomnio por la creciente preocupación.

-       ¿Ha venido usted sola? –Me preguntó en la consulta al ir a recoger los resultados.

-       No, mi marido está fuera.

Cada vez estaba más nerviosa; me temblaban hasta las piernas del miedo al diagnóstico, estaba lívida, pues el doctor al notarlo me tranquilizó.

-       No se preocupe, ya tengo un diagnóstico. Está usted embarazada.