LA PANDEMIA
He
avisado a mis hermanas para decirles que si me vuelve a pasar, vengan a
buscarme y me lleven a pasear al parque; una ha dicho que sin problemas, pero que
traerá las tarteras para llevárselas llenas. La pequeña dice que no me
preocupe, que ha sido simplemente una enajenación culinaria transitoria.
Más
bien creo que puede tratarse de una reminiscencia de lo vivido durante la
cuarentena, que el aumento de contagios ha revivido en mi mente.
El
confinamiento fue como recibir una bofetada que no esperas y te vuelve la cara
del revés, bueno en este caso la cabeza o la vida entera.
Yo
intentaba estar centrada. Disponía de tanto tiempo que aproveche para “estar
más en mí”. Me levantaba temprano, meditaba y me vestía con ropa deportiva para
seguir la clase de las nueve en TV, de un conocido entrenador personar. Mi
marido, que me veía estirarme, saltar, hacer ejercicios y posturas
antinaturales, mientras sudaba como un buen jamón a temperatura ambiente, decía:
“chata, este tío va a acabar contigo”. Después de ducharme y desayunar me
sentía genial, es más, al terminar el confinamiento estaba más delgada y con el
cuerpo mejor moldeado, así que parece que el esfuerzo valió la pena.
Además
de las típicas limpiezas, arreglo de armarios y cajones y liquidar todos los
zulos de la casa, mientras charlabas por teléfono, que algo tenía que hacer para
distraerme y que fuera más llevadero, me dediqué a cuidarme. Baños de sal,
cremas, lociones, mascarillas, hasta aproveché para tratarme la mala
circulación de las piernas, que al estar en casa todo el día añoraban los
largos paseos, y decidí utilizar ese aceite esencial tan bueno que me regalaron
hace tiempo, y me afané en aplicármelo a diario. Parece que todo iba bien,
hasta que me salió una erupción. No puedo precisar si el llenarme de granos
desde la cintura a la punta del pie se debió al intenso tratamiento o a la
tensión interna que me producía ver las noticias, las luchas y críticas políticas,
escuchar el número de muertos diarios por la pandemia, cuyas cifras me parecían
irreales, totalmente inasumibles. Era como estar inmersa en una película de
esas futuristas, que me espantan, en las que todo es lúgubre y muestran un
mundo desnaturalizado. Y es que ver instaladas morgues donde había centros
comerciales o pistas de hielo y hospitales en lugares reservados para ferias,
era más propio del cine que de la vida real.
Meditaba
más esos días. Las
relajaciones me daban paz, aunque alguna vez me invadió el llanto, la ansiedad
y notaba una fuerte presión en el pecho que me dificultaba la respiración.
Creo
que los que hemos sufrido una depresión la tememos, por eso hacía muchas cosas,
actividades que me gustan y me reconfortan como pintar o escribir. Comencé a
hacer mariposas de papel y las iba pegando en mi ventana, cada día hacía una.
Nunca pensé que la cuarentena se prolongara tanto tiempo, me lo recordaba ver
el cristal lleno de mariposas de todos los tamaños y colores, que cuando por fin pudimos empezar a ir a la sierra las
colgué de la jaima, montando mi propio mariposario que me ha permitido este
verano verlas moverse, mecidas por el viento, alegres, y a la vez como testigos
mudos que me recordaban lo vivido durante meses.
He sentido
miedo y desesperanza que han calado en mi mente hasta hacerme sentir culpable, como
si fuera una fugitiva, si en vez de ir al supermercado más cercano me alejaba
un minuto más para comprar en el que el pescado es mejor. Y es que el tema de
mantener la nevera cargada, por si no podía salir en muchos días, también era
como una fijación, sin pasar por la obsesión del papel higiénico. El día de
compra era dedicación exclusiva. Al volver los zapatos se quedaban en la
puerta, la ropa a la lavadora, desinfectar producto por producto y ducha de
agua hirviendo, pelo incluido, para después jugar al tetris y acoplarlo todo en
un reducido espacio.
También
fui de las que hice pan. Aquello no merecía recibir ese nombre, más bien era
una masa dura y pesada que habría servido de arma arrojadiza, aunque presentaba
un aspecto de lo más apetecible.
Los
días no me cundían mucho, lo bueno es que al levantarme volvía a disponer de
todas las horas, como si estuviera viviendo “el día de la marmota”, creo que a
veces hasta oía la dichosa musiquita al mirar el reloj de la mesilla.
Gran
parte de mi tiempo se centraba en mandar energía e interesarme por las
personas que lo estaban pasando realmente mal, que se sentían solas, estaban
enfermas o eran víctimas del coronavirus. Ha sido muy duro. Y eso que soy de
las afortunadas que no ha tenido casos graves en la familia, sí me ha tocado muy de cerca por las amigas.
Además, contaba con la compañía y el apoyo de mi marido, aunque he procurado no
estar todo el tiempo con él, para evitar fricciones, pues no siempre tenemos el
mismo punto de vista. Por eso quedábamos por la tarde, a las siete, en la
cocina, para merendar. Y a veces venía a la habitación en la que yo estaba a
buscarme, porque llevaba cinco minutos
esperándome.
Ahora
me alarma ver que crecen los contagios, y me parece impensable recordar los
días en que una buena noticia era saber que los fallecimientos bajaban de
quinientas personas en un día ¡Qué horror!
Desgraciadamente
a todo nos acostumbramos; parece mentira que a algunas personas ya se les haya
olvidado lo pasado y no piensen que la amenaza persiste. ¡Una lástima!
Como
todos, me he perdido muchas cosas en todo este tiempo: ver crecer a las niñas,
abrazar a las personas que lo necesitaban o al menos estar a su lado, jugar con los más
pequeños, la floración de los bulbos y los lilos, los gatitos nuevos, charlar
con mis clientas, los cafés con las amigas, las comidas familiares, las
reuniones, las fiestas, las vacaciones, el mar, el primer diente de mi ahijada, el consuelo mutuo, no poder visitar a las personas que quiero, las tertulias, las clases… La
pandemia también pasara y en primavera todo volverá a brotar.
Y entre todo esto, aún
tengo que rebozar unas setas antes de que se estropeen y hacer unos calamares
en su tinta.