MARIPOSAS.
Me
gustaban las clases de Maika, me acostumbre a su ritmo, por eso me sentó mal
que nos cambiaran de profesor. Aunque el yoga es yoga, varía según el maestro.
Necesite poco tiempo para darme cuenta que había ganado con el nuevo, me
alegraba pensar que este curso estaríamos con Rubén.
Era
un hombre maduro, de largo cabello canoso,
con una voz profunda y pausada, que cuando se dirigía a mi parecía
volverse más dulce. No es que lo dijera yo, también algunas compañeras se
dieron cuenta. Corregía con suavidad y siempre pedía permiso para tocarme y
mejorar mi postura. Para terminar una larga relajación y el mantra final. Al
salir de sus clases me sentía fenomenal, notaba una serenidad y una paz que
nunca había conseguido ante. Claro que aquella calma se transformaba al llegar a
casa. Manuel, mi marido, cada vez me irritaba más; ya ni recordaba que un día
estuve enamorada de él, o tal vez solo fuera una ilusión juvenil. Nuestra
convivencia se había convertido en rutina; solo compartíamos el piso, la
mesa cuando venía a comer, y dos hijos, independientes, que nos visitaban de
vez en cuando, cada vez menos, la verdad, seguramente para no escucharnos
discutir.
Conocer a Rubén fue importante, llegó en el momento justo. De vez en cuando
organizaba clases que completaba con meditaciones., yo me apuntaba a todas; me
daba igual que fueran en fines de semana o festivos, a veces incluso me quedaba
a comer con el grupo, en un vegetariano que a él le encantaba. Cualquier cosa
me servía si se trataba de pasar más tiempo juntos y fuera de casa. Era tan
simpático, amable y cariñoso conmigo que su sola presencia me hacía sentir
bien, aunque fuera rodeados de gente.
Con mi marido las cosas iban peor desde que había conocido al nuevo profesor de
yoga. No dejaba de fantasear con la idea de cuan diferente sería mi vida si
estuviera con Rubén, lejos de Manuel y la odiosa rutina. Los comparaba
constantemente: la incipiente calvicie frente a la espesa melena; la prominente
barriga, y el cuerpo delgado y fibroso, el rictus amargado y la afable sonrisa.
Tonta tenía que ser para dejar pasar una ocasión así. Aquel tren no volvía a
detenerse en mi viejo apeadero.
Imaginaba que nos veíamos a solas, que nos íbamos conocíamos mejor y añoraba
ese momento, que no llegaba a producirse. Evocar su recuerdo me daba fuerza. Si
no conseguía conciliar el sueño simplemente tenía que imaginarle cerca,
recordar su voz, que resonaba en mi cabeza y me sumergía en un profundo estado
de relajación.
Pasaban los meses y cada vez estaba más convencida de que Rubén era mi
salvación, que con él saldría de mi anodina existencia para vivir plenamente,
para disfrutar cada momento. Notaba por sus gestos, que no le era indiferente, por
sus miradas, por las sonrisas…
Ver a
Manuel sentado frente al televisor increpando a los futbolistas o debatiendo con
los tertulianos del programa que fuera, me sacaba de quicio y buscaba cualquier excusa para organizar
una discusión.
Rubén generó en mi vida un efecto
mariposa. No me decía nada especial, no habíamos llegado a intimar, aunque yo
pensaba que éramos amigos aún se mostraba cauteloso en el trato, y quise llegar
más lejos.
De mi marido estaba harta y tras
mucho meditar me decidí a dar el paso.
El día que llegó la sentencia de
divorció me sentí liberada de ataduras y fui al estudio de yoga para contárselo
a Rubén, sin plantearme que tampoco tenía tanta confianza con él, aunque como
siempre me animaba a hacer cosas que me hicieran más feliz; estaba segura de
que se sentiría contento por mí, además
se daría cuenta de que iba en serio.
No estaba allí. La
recepcionista me dijo que había salido a tomar un té, que le encontraría en la
cafetería de al lado. Ni siquiera entré. A través de la cristalera le vi feliz,
riendo, mientras se hacía arrumacos con un chico de clase. En ese momento el
supuesto batir de las alas de la mariposa se detuvo; me sentí como una pequeña
polilla, fea y peluda, que choca contra el cristal de la farola por querer
tocar su luz