“LA SIESTA”
Francisco siempre había
sido un visionario. Llevaba años imaginando inventos y negocios de los que
suben como globos de gas. Dejó
su trabajo de químico en un laboratorio para poder dedicarse a desarrollar la
fórmula de un analgésico innovador, cuya patente le haría aparecer en los
libros de ciencia; después nació su primer hijo y su mujer le obligó a volver a
la realidad. Se colocó en una conocida marca de cosmética, donde se le ocurrió
que podría inventar un crece-pelo que revolucionaria el mercado y abandonó el
empleo, porque en el horario laboral no podía concentrarse y desarrollar su
idea. Justo cuando su mujer, Marina, estaba embarazada de nuevo y tras una
larga sucesión de fracasos, se colocó en un despacho de quinielas a tiempo
parcial.
—Esta
vez es diferente, Marina, tienes que creerme —argumentaba
entusiasmado.
—Sí,
Paco, igual que todas las anteriores, que acabaron como los dos sabemos.
—Te
digo que ahora tengo un filón, una idea genial, no hay nada parecido. No tiene
nada que ver con lo de antes.
—Mira
cariño, ya somos mayores para aventuras. Y estoy tan cansada de oírte siempre
con lo mismo.
—Todo lo que he hecho ha sido para
ofreceros un porvenir mejor, a ti y a los chicos. Además, no quiero que
trabajes tanto, ni que sigas haciendo guardias.
—Pues
gracias a mi trabajo podemos comer, que si por ti fuera… Tú solito has
arruinado a la familia en más de una ocasión; menos mal que la casa me la
regaló mi familia, si no estaría hipotecada, como el resto. ¿Dónde está el
apartamento de la playa? Te recuerdo que se escapó tras aquel negocio
inmobiliario que era “un pelotazo”. ¡Estoy harta de tus ideas peregrinas!
—No
siempre me van a salir mal las cosas. Si tú me ayudaras a buscar un socio
capitalista… Solo necesitamos un local bueno y céntrico. Si todo sale como
tengo previsto, creamos una franquicia.
—Déjalo y no insistas,
no sea que al final me
convenzas. Y ni se te ocurra pedir ni un céntimo a la familia.
Viendo que con su mujer
no podía contar, se centró en un par de amigos que aún le quedaban, y a Manolo,
el que tenía el bar cerca de la Plaza Mayor, le pareció una idea original,
divertida y como se iba a jubilar, antes de traspasar o vender el bar le
ofreció el local durante un año, aunque no pondría un euro, e irían a medias en
el negocio.
Francisco lo llevaba al
margen de su mujer. Empezaron las obras y le pidió ayuda a sus hijos, a Fran
para que le asesorase, a Susana para decorar las salas y la parte promocional.
Los chicos estaban entusiasmados con el plan, en el fondo la sangre de su padre
recorría su cuerpo y por lo visto habían heredado algo más que los ojos de su
progenitor.
Pusieron publicidad en
muchos hoteles de Madrid, consiguiendo que su local apareciera en folletos de
turismo, como un aliciente más de la ciudad, algo que cualquier visitante no
podía dejar de probar, si realmente quería conocer las costumbres españolas.
El día de la
inauguración Marina no podía creer lo que habían conseguido. Allí estaban Fran
y Susana, orgullosos al lado de su padre, y amigos y familiares.
“LA SIESTA” (DREAM
SHORT OR NAP) decía el rótulo del negocio, y unas breves frases resumían qué
servicios ofrecían junto con los precios para 20, 30 y 45 minutos. En la pared
del fondo tres frases se repetían en seis idiomas: “Un alto en la jornada; sueñen con nosotros, solo en España”. Y fueron recorriendo las cabinas:
La primera era “Siesta en el campo”: una mecedora y almohadones sobre un suelo de césped, que por el efecto de las luces parecían estar bajo la sombra de un árbol; sobre las
paredes, la vista de una pradera y frondosos frutales; se escuchaba el trino de
los pájaros y olía a verde y el aire era fresco.
En la siguiente, denominada “Al calor del
hogar”: una chimenea encendida, el confortable sillón de orejas, una mantita y
un velador con un libro, junto al aparato de radio antiguo y una taza. Un mural
con un hermoso ventanal y un paisaje lluvioso. Se escuchaba el repiqueteo del
agua en los cristales y el sonido de las llamas crepitando. En el aire flotaba
aroma de café.
La última “En la playa”. Con el piso cubierto
de arena, una tumbona con su toalla, sombrilla e imágenes de mar, y de fondo el
susurro de las olas y cierto olor salobre.
Esta vez se obró el
milagro. La idea de Francisco tuvo buena aceptación. Susana empezó a trabajar
con su padre y él dejó su medio empleo en las quinielas. De 2 a 6 de la tarde
el local estaba completo. No sólo entraban extranjeros a probar, también
ejecutivos, oficinistas, dependientas y empleados varios que aprovechaban la
hora de comer para dar una cabezada, así que empezaron a hacer bonos y
fidelizar a la clientela. El boca a boca, además de la publicidad, empezó a
funcionar y pronto tuvieron ofertas para instalar “LA SIESTA” en otros locales
de la capital y puntos estratégicamente situados en ciudades turísticas.
Francisco, viendo que esto tenía futuro, hizo una sociedad con sus hijos. Así
tuvieron a tres franquiciados en Madrid, y otros en Sevilla, Cáceres y Barcelona. Cada local
tenía cabinas diferentes, por lo que podías dormir la siesta en varias
provincias sin repetir “escenario”.
El negocio florecía y se le podía sacar mucho dinero, Manolo,
el dueño del local, al cumplir su acuerdo de cesión por un año, en vez de
prorrogarlo e ir a medias en los beneficios, quiso ser un socio más de la nueva
empresa. A punto estuvieron de perder las amistades y cerrar esa primera siesta, aunque finalmente
llegaron a un acuerdo con él y pasó a ser propietario del negocio en su local
al cien por cien.
Francisco, que entonces
tenía que viajar con frecuencia, se trasladó a Salamanca a supervisar la
instalación de la última tienda y allí conoció a Beatriz, la joven emprendedora
que vio en “la siesta” su futuro. Ella era un poco mayor que su hijo, una mujer
menuda en la que ningún rasgo destacaba, aunque era tan dulce hablando y tenía
una mirada tan tierna que rápidamente le cautivó.
Como toda su vida se
había dedicado a imaginar nuevos retos, inventos o negocios no le quedó tiempo
para pensar en mujeres, que no parecían preocuparle en absoluto. Sin embargo,
se dio cuenta de que, al parecer, mantenía ese encanto de hombre maduro con
buen porte; rostro varonil, sereno, con algunas arrugas que dicen que ha vivido
y abundante cabello canoso. Juntos estrenaron cada cabina y disfrutaron de
siestas con final feliz, descubriendo así un distinto aliciente para el negocio
que empezó a dar vueltas en su cabeza, buscando un nuevo estímulo en qué entretenerse.
Su estancia en la
pequeña ciudad se prolongó más de lo esperado y las visitas al piso de Beatriz
se hicieron frecuentes; sin embargo, ella se sentía decepcionada pues Francisco
no le hacía mucho caso, solo quería hablar de su novedoso proyecto, por lo que
dio por zanjado el romance para mantener una relación estrictamente comercial
con él.
Marina, que sospechaba
que su marido estaba fuera de Madrid por algo más que el trabajo, cuando volvió
con ideas renovadas y senderos por recorrer, ella le dijo que iba a
pre-jubilarse.
—Paco,
reconozco esa mirada chispeante y las noches inquietas. Ahora no pararás hasta
empezar con otra de tus empresas, y no
estoy dispuesta a seguir viviendo en la zozobra.
—Marina, ahora es
diferente, tenemos dinero y los chicos están instalados.
—Sí, tienes razón. Me
siento hastiada; quiero vivir, viajar, disfrutar como no he podido hacer hasta
ahora. Empezar una nueva vida.
—Ya
viajaremos, habrá tiempo cuando esto empiece a funcionar. ¡Va a ser un
bombazo...!
Marina, después de
arreglar los papeles del paro, sin ningún otro motivo más que el cansancio de
su vida en común, le dejó. Se fue de crucero, para que él pudiera dar rienda
suelta a sus últimos proyectos, y coincidió en el viaje con un señor que le
resultaba conocido, con el que se cruzaba con frecuencia cuando iba al local de
siestas.