EL SETENTA
Y CUATRO
Doña
Carmen no suele coger el autobús pero su hija ha insistido en que
fuera hoy a comer y esta línea la lleva de Francisco Silvela a
Rosales, casi de puerta a puerta. Trabajosamente ascendió al
vehículo, con el paquete de la pastelería colgando del brazo. Se
sorprendió de lo mucho que había subido el billete desde la última
vez. Al dar un vistazo al interior observó que pese a ser una hora
rara, no quedaba ni un solo asiento libre. Una chica con melena larga
y un pircing en la ceja que iba leyendo, le cedió amablemente el
asiento, y ella se lo agradeció. Tenía por delante un largo
trayecto y la idea de hacerlo en píe, intentando mantener el
equilibrio agarrada a una barra le parecía un suplicio; antes de
sentarse lanzó una mirada reprobatoria al hombre de al lado, que ni
se molestó el levantar la vista de la maquinita cuyas teclas pulsaba
compulsivamente. Se acomodó y empezó a observar a los viajeros más
próximos: dos muchachos con mochilas que seguramente se habían
fumado la clase y parecían muy divertidos; una señora mayor con la
bolsa de la compra de la que asomaban los rabos de unos puerros; un
tipo con aspecto de extranjero; la muchacha de las ojeras que iba
dormitaba enfrente; un señor con gafas que leía el periódico y
tenía un tic que le obliga a cerrar el ojo derecho y mover la nariz
a intervalos exactos, en cuya contemplación se quedó enganchada. La
sobresaltó la estridente melodía de un teléfono móvil, sacándola
de su entretenimiento y centró su atención en la extravagante de
botas de charol blanco con altos tacones, jersey turquesa y melena
ajada. “No tiene edad para nada de lo que lleva” - pensó de
inmediato. “¡Por dios, que facha! Hay gente que no sabe vestirse,
aunque seguro que esa ha sido así toda su vida, no hay más que
verla, es una ordinaria. Sentenció. Escuchó sin esfuerzo la
conversación de la que todo el bús era oyente obligado por las
voces que daba la buena mujer.
- Yo
no la he vuelto a llamar, desde la faena que me hizo en el viaje a
Gandía. -dijo- Perdona que te diga, pero es una guarra. Sí, hija
sí; siempre ha sido una interesada y una aprovechada.
La
estrambótica mujer de pronto se levantó apresurada y alcanzó la
salida cuando a punto estaban de cerrarse las puertas, llevándose
con ella la charla.
Unos
bajan, otros suben y el autobús quedó más silencioso, hasta que se
aproximó un chaval con los cascos puesto que coreaba de vez en
cuando la canción que escuchaba, y dado el volumen al que lo hacía,
también los mazazos de la música machacona repercutían en las
personas que tenía cerca.
Al
otro lado del pasillo y una fila más adelante se acomodó una mujer,
corriente, de mediana edad. A doña Carmen esa cara le recordó a
alguien, aunque era tan despistada que a veces se cruzaba por la
calle con familiares o conocidos sin saludarles y no es que fuera
antipática, aunque muy simpática nunca había sido, es que era muy
mala fisonomista. No, no conseguía acordarse en ese momento de
donde, ni de qué le sonaba esa mujer. Le daba rabia y se recriminó
por su mala memoria.
Al
poco rato también la escuchó hablar por teléfono. Al oír su voz
estuvo segura, la conocía pero seguía sin ubicarla. Intentó
agudizar el oído, que ya de por si empezaba a fallarle y pensó
“que manía tiene todo el mundo con los dichosos móviles... Igual
que Lulu, que en cuanto está aburrida telefonea a quien sea. A mi me
parece hasta de mala educación. No, si no me extraña que al pobre
Miguel se le lleven los diablos cada vez que vienen los recibos. ¡Lo
que le gusta hablar a la gente...!”.
Se
esforzó en escuchar, para ver si a través de la conversación
conseguía identificarla y cada vez le resultaba más familiar su
voz. Al principio no conseguía entender todo lo que decía,
afortunadamente se seguía bajando gente y el ruido de alrededor
disminuyó paulatinamente, permitiéndole entender mejor la
conversación que seguía con creciente interés.
-
Entiéndeme, no es que me vayan a echar, pero te lo digo por si tengo
que buscar otra casa. Aun no lo debe saber nadie. Últimamente yo no
les veía nada bien, pero nunca pensé que llegaran a esto. Me enteré
de casualidad, tuvieron una conversación entre ellos subida de tono
y al día siguiente oí al señor hablar con don Ramón, su abogado.
A mi me da pena por los niños, sobre todo por Borjita. Si, es casi
un bebé, acaba de cumplir quince meses. No tengo ni idea de lo que
va a hacer la señora. No, doña Lourdes no trabaja. Bueno colabora
con una fundación, pero sin sueldo ni horario. Parece que de allí
es de donde han surgido los problemas. Tampoco se quién se quedará
con la casa de Rosales, aunque supongo que ella y los niños. Mujer,
lo mismo él también ha tenido sus líos, pero no creo que sea de
ese tipo; casi vive para su trabajo, se pasa la vida en la consulta.
Si, será muy normal, pero es una faena. Seguro que reducen
personal. Si hija una lástima, después de tantos años. Miedo me da
cuando se sepa. Ya veremos. Lo mismo buscan una más joven que les
haga todo y se ocupe del bebé. Ahora con las extrajeras les saldría
más barato. Bueno, te dejo que estamos llegando a la última parada,
y si enteras de algo, dimelo, por si acaso.
La
gente que quedaba en el autobús se va apeando y doña Carmen
permanece pensativa en su asiento, sin fuerzas para moverse, pensando
en su hija. Espera a que salga todo el mundo, se siente deprimida. De
pronto ve que abajo la está esperando Juanita, la debe haber visto
al salir. Es la chica de su hija, la tiene desde que se casó.
El acto tan privado e íntimo de hablar por teléfono ha pasado a la historia; me parece tremendo enteresarse de las vidas y circunstancias ajenas.
My bien, Ángela.