NADIE
COCINA COMO SU MADRE
Cuando
conocí a Marta estaba estudiando en Madrid, vivía en un piso de su
familia con otras dos amigas. Me llamó la atención que se
alimentara prácticamente de bocadillos. Al parecer sus padres tenían
una finca en Extremadura, con cerdos, ovejas y vacas. Hacían matanza
todos los años, además el padre era aficionado a la caza. Su madre
elaboraba los quesos y unos embutidos
exquisitos de cerdo ibérico, jabalí o venado. Francamente, a mi
tampoco me costó acostumbrarme a esa comida, pues la chacina estaba deliciosa.
Después
de un año saliendo,
nuestra relación parecía que iba en serio y accedí a conocer a sus
padres. Me sorprendió lo simpática que era Mercedes, su madre,
rápidamente me acogieron como parte de la familia. Mercedes cocinaba
de maravilla, se le daba igual de bien preparar un potaje, habitas
confitadas, croquetas de jamón o platos mucho más elaborados como
los que hacía con carnes de caza, unas exquisiteces como jamás
había probado, dignos de los mejores restaurantes. Yo que, por ser
huérfano de madre, desde niño permanecí interno, apreciaba mucho
más sus comidas.
No
hacía más que animar a mi novia a que aprendiera a cocinar, pero
ella contestaba airada:
-
Yo no soy como mi madre, odio la cocina. Lo que más me gusta del
mundo son el
jamón y el lomo que mi padre me suministra, así que no tengo
problemas. Claro que tú puedes meterte con mi madre en los fogones,
que estará encantada, ademas, por mi estupendo si aprendes algo de
ella.
Cuando
las cosas empezaron a irles peor en el campo,
yo sugerí a Mercedes
que organizara una empresa de catering que seguro que era un éxito,
incluso me ofrecí a ayudarla con la creación y
gestión del negocio,
pero aunque era un sueño que acariciaba con frecuencia, no se
atrevía a dar el paso.
Tengo
que reconocer que no me hizo ninguna gracia que mi novia decidiera
hacer el último curso de su carrera en Alemania, pues yo acaba de
incorporarme a un nuevo trabajo y no podía visitarla con frecuencia, así que nos veríamos menos.
Al
principio nos conectábamos a diario por internet, pues el teléfono
nos salía carísimo. Nos veíamos cada dos o tres meses. Yo seguía
en contacto con su familia, les apreciaba. De vez en cuando me
invitaban al campo a pasar el fin de semana. En esas ocasiones su
madre me preparaba cosas riquísimas, y esos maravillosos tocinillos
de cielo que me hacían salivar nada más olerlos; sabía
perfectamente mis gustos, había hecho de mi un gourmet. No me
conformaba con cualquier cosa, como antaño; antes de venirme me daba
tarteras o frascos con menús que me alimentaban durante una semana.
El
padre de Marta enfermó, tuvieron que trasladarse a Madrid para que
le operaran y seguir el tratamiento posterior aquí, yo les
acompañaba. Ella tuvo que regresar antes de lo previsto. Durante los
meses siguientes yo la notaba muy rara, aunque lo achaqué a la grave
situación de su progenitor, pero cuando su padre murió me anunció
que volvería a marcharse a Alemania, tenía posibilidades de
encontrar un buen trabajo allí, además, se había enamorado de un
holandés, y tenían pensado vivir juntos.
Yo
no conseguía encajar aquel golpe y su madre quedó desolada: su marido había muerto, su hija se
marchaba a vivir al extranjero y para rematar la situación la finca
no podía ir peor. Los dos estábamos viviendo un momento amargo,
como pomelos. Mercedes arrendó la finca trasladándose a vivir a
Madrid al piso que antes ocupaba Marta. Nos veíamos con frecuencia.
Como ella no estaba para guisos entonces, compartíamos algunos
bocadillos que yo mismo preparaba. Poco a poco se fue recuperando de
la depresión, acostumbrándose a la soledad. Al final se decidió a
llevar adelante aquel sueño que tan lejano parecía. Montamos una
pequeña empresa de catering. Gracias a mis contactos no nos faltaron
clientes desde el principio. Nos iba tan bien que dejé mi trabajo y
también empecé a ayudarla en la cocina, pues me di cuenta de que me
encantaba.
A
Marta no le salieron las cosas como esperaba con Eric. Regresó, pero
para entonces su madre y yo hacía tiempo que éramos socios.
Compartíamos algo más que fogones.
Por muchas vueltas que demos, al final llegamos a nuestro destino.
Javier