Graziela










Para esas personas que dicen que no me reconocen en los últimos relatos. Seguro que aquí si me ven ¿no?


CAMBIO DE TEMPORADA.

En septiembre comenzaron a caer las hojas de los árboles; nadie las recogía y el viento suave las arrastró por toda la parcela hasta que, poco a poco, se fueron acumulando en los rincones, junto a la casa, al lado de la valla, entre el aligustre y los lilos, o en los alcorques de las adelfas. Hacía meses que los dueños de la finca no aparecían por allí; ni siquiera las ardillas se dejaban ver con la frecuencia acostumbrada. A medida que pasaba el tiempo la sequía se iba haciendo más y más patente. La mayor parte de los días amanecían soleados y alegres; las temperaturas eran bajas y un viento de cuchillo soplaba desde la sierra, en la que ya habían comenzado a aparecer las primeras nieves que cubrían sus cumbres. La naturaleza parecía en suspenso, sin llegar a brotar la fresca hierba que otros años, en está época poblaba los campos. Los días se sucedían unos a otros sin alteraciones. De vez en cuando, el cielo se cubría de nubes densas y oscuras que amenazaban lluvia tiñendo todo el paisaje de gris. Luego sin previo aviso, desaparecían por el horizonte sin descargar su preciado tesoro; en otras ocasiones las precipitaciones eran tan escasas, que las gotas dispersas apenas conseguían traspasar esa primera costra de tierra compacta que se extendía alrededor de la casa. De seguir así la situación este verano sería insostenible y las restricciones de agua, que ya habían comenzado a producirse para los riegos, se harían más duras. El nuevo ciclo climático estaba afectando a todo y a todos. Un fin de semana como tantos aparecieron de nuevo los habitantes ocasionales de la casa, la mujer con cuidado y meticulosidad plantó montones de bulbos, en espera de que con las lluvias, que no podían retrasarse mucho más, y la suave caricia del sol invernal, les animaran a salir. Muy organizada, coloco cada clase de flores en un parterre diferente. Además, cuidó especialmente la combinación de colores, con la esperanza de que, si llegaban a prosperar y ofrecían esos pequeños motivos de alegría en forma de flores, éstas guardaran entre sí una armonía de formas y tonos adecuados al resto de las plantas existentes, si es que conseguían sobrevivir al duro invierno. Ellos no permanecieron mucho tiempo en la casa. El frío era tan intenso en el salón, que ni siquiera el fuego de la chimenea alimentado constantemente con grandes troncos, que eran devorados con avidez por las llamas, conseguía eliminarlo. El colorido de la hoguera era intenso; su contemplación placentera y el fuerte calor que impactaba directamente en sus rostros y cuerpos cercanos, resultaba insuficiente ante la frialdad acumulada de tanto tiempo en la estancia oscura; con contraventanas y puertas cerradas a cal y canto, sin permitir que la luz del día penetrara en su interior iluminando y templando el ambiente hibernal, que se hacía mucho más patente entre las paredes de piedra que a la intemperie. Desaparecieron como habían venido, inesperadamente y por sorpresa. De su visita quedó la tierra removida, más oscura ahora, el fuerte olor a leña quemada y humo, y la desaparición de la hojarasca acumulada en el porche y la terraza, muestra patente del paso humano por la casa solitaria y el jardín.


Algunas lluvias ocasionales habían hecho que de nuevo pareciera resurgir la vida en el campo. La tierra empezaba a reverdecer con pequeñas briznas de hierba, que crecían con timidez dándole al terreno un aspecto más alegre y acorde con la temporada del año. El viejo pozo se iba recuperando y al fondo de sus paredes de piedra, el nivel del agua había comenzado a subir acortando el vacío existente. La noche anterior el cielo mostraba un aspecto inusitado, totalmente cubierto, no permitía observar el brillo de ninguna estrella. Noche sin luna en la que la templanza era tan intensa que asustaba. Todo parecía en suspenso, silencioso, sin viento ni tenue brisa y en la oscuridad un tono anaranjado, en cierto modo luminoso, emanaba del cielo. No tardaron mucho en aparecer los primeros copos de nieve, que con aspecto algodonoso iban cayendo dócilmente posándose con suavidad sobre la tierra; apareció el viento y la nevada se hizo más intensa. Hubo un momento en que era tal la cantidad de nieve que caía, que apenas se veía, como si alguien estuviera sacudiendo un almohadón de plumas volcando todo su contenido sobre las moreras, los chopos y los frutales desnudos, en las tupidas ramas de los cedros, los pinos y en las frondosas copas de las encinas. Se iba acumulando una mullida capa blanca que, en pocos minutos cuajó tapizando el suelo y dando a todo un aspecto de postal navideña, con una luminosidad albina. Así transcurrió la noche y el denso manto de nevisca fue sorprendido por el sol. A medida que iba avanzando la mañana con su roce conseguía derretirlo en parte, convirtiéndolo en grandes gotas de agua que afablemente caían del tejado, de los árboles y plantas, de los cables de la luz y al rozar el suelo níveo, ésta penetraba en la tierra; la empapaba poco a poco, muy despacio profundizando y ahondando en sus entrañas; prometiendo un renacer a las semillas dormidas, a los bulbos ociosos y aburridos de esperar mejor momento para germinar.
Un solo día no fue suficiente para mudar en agua la preciosa nieve, helada, pura e inmaculada, sin pisadas ni marcas que ensuciaran su aspecto homogéneo. Así ésta oportuna ayuda fue aprovechada por una tierra hambrienta, deseosa de alimento y líquido, que se esponjaba bajo su peso, desperezándose y poniéndose de nuevo en marcha con renovada alegría.


Los efectos fueron visibles a las pocas semanas, aquellos bulbos olvidados se espabilaron y pugnaron por salir; fuertes, insolentes y apuntando al cielo impasibles mostraron todo su esplendor en brotes brillantes, que destacaban entre las múltiples hierbas silvestres, de un verde tan intenso que al roce del sol deslumbraban, produciendo un sin fin de reflejos las pequeñas gotas de rocío. Ni el aire gélido consiguió parar su carrera desesperada.


Al fin, con el buen tiempo volvió a llegar la gente y agradecida contempló el jardín que durante meses había permanecido solo, olvidado y lejos de todos.


Con interés e ilusión empezaron de nuevo las tareas propias de la época: podar, limpiar, abonar, replantar, cuando ya comenzaba a hacerse visible el anuncio de una temprana e incipiente primavera, en la que la mayoría de los bulbos habían dado paso a capullos turgentes o preciosas flores de vivos colores: fressias, anémonas, tulipanes, narcisos, amarilis, liliún, iris, aguilegias y montbretias que lucían esplendorosas, en una inmensa sinfonía de colores y suaves perfumes.


Había terminado el invierno.
1 Response
  1. Nines Says:

    Esta si es mi Graziela. Como me gusta, que manera de describir es como si lo viviera, precioso. Estoy segura que disfrutas escribiendo y nosotros tus lectores también lo disfrutamos. En estos relatos te veo mas en tu pasión por la escritura, o quizás me parece a mí. Felicidades me encanta.