Graziela

JUVENTUD DIVINO TESORO.

El farmacéutico saludó cariñosamente a doña Herminia; elevó un poco la voz para que la anciana, un tanto dura de oído, pudiera escucharle con facilidad. La mujer fue dejando pasar a otros hasta quedarse sola con don Manuel, para tomarse su tiempo y conversar un rato, mientras le preparaba el montón de recetas que le había dado su médico de cabecera.
Le encantaba charlar con el propietario de la farmacia, y no es que la manceba fuera antipática, es que don Manuel la conocía desde hacía años y la entendía mejor; además, siempre la regalaba caramelos.
– ¿Qué tal se encuentra hoy? –preguntó el boticario.
– Hijo, cómo quiere que esté, fatal de las piernas y un poco mareada, como siempre. La edad que no hay quien me la quite.
– Ande, ande, no se queje que está usted estupenda.
– Pues tengo el colesterol por las nubes, me ha dicho don Ramón ayer, cuando fui a por las recetas y a recoger los análisis, y que además, no debo comer tanto dulce.
– Pero si ayer era jueves y es el martes cuando su sobrina la lleva al ambulatorio.
– Ya lo sé, pero es que tiene al niño malo y esta semana me ha acompañado Raúl, el chico que viene a verme y me lee de vez en cuando. El muchacho se ofreció a ir conmigo. Es tan majo… y aunque quise darle una propinilla después, no hubo manera de que la aceptara.
– Es de los que le mandan del Ayuntamiento.
– No, no, que va. No tiene que ver con la Junta, ni con el Centro de Mayores. Este no cobra. Es.... Dios mío, cada día tengo peor la cabeza. ¿Cómo se dice?
– ¿Voluntario?
– Eso, voluntario. Atienda usted a estos muchachos que yo no tengo prisa.
Acababan de entrar un par de chicos. Eran muy jóvenes y no tenían mala pinta. Hablaban un poco bajo y doña Herminia, por más que se esforzaba, no conseguía entender lo que decían, pero el farmacéutico, no les perdía de vista un momento ni les daba nada.
Seguro que querrán alguna cosa rara, la juventud a veces no sabe muy bien lo que quiere, pensó la anciana mientras esperaba sin dejar de mirar descaradamente a los chavales.
Uno de ellos se iba poniendo cada vez más alterado, parecía algo enfadado. Ella oía palabras sueltas y viendo que don Manuel seguía sin despacharles y ellos no se iban, comenzó a buscarse en los bolsillos.
– ¡Qué lástima! Siempre llevo algún caramelito guardado y hoy no he traído ninguno.
– Esta vieja está loca... ¿Quién le ha pedido un caramelo? –comentó uno de los muchachos a gritos, mirando al boticario.
– Hijo, si no es para vosotros, es para el mono ¿No ha dicho tu amigo que tenéis un mono?
– El chico la miró desafiante y se acercó a ella; su compinche le cortó el paso y le impidió que sacara la mano del bolsillo con el cuchillo de cocina que sujetaba y que ya había mostrado al dueño de la farmacia.
– Pasa de la vieja, no ves que no se entera de nada. Y tú ¡danos lo que te hemos pedido!, que me estoy empezando a mosquear y si me enfado puedo ser muy peligroso.
El farmacéutico sacaba cosas de los cajones y las metía en una bolsa. Cuando terminó abrió la caja y les dio dinero. Sin decir nada más, los jóvenes cogieron el botín y se marcharon a toda prisa por donde habían venido.
– Don Manuel, cómo es usted. Si me lo hubiera dicho yo también les habría dado algo de propina a esos muchachos. Pobrecillos, enfermos, sin dinero y con un mono que mantener ¡Ay, Juventud, divino tesoro!
Ante tal comentario, el boticario no supo si reírse o echarse a llorar, incluso se le paso por la mente coger a la ancianita por el cuello, pero suspiro profundamente optando por mandarla a su casa. En cuanto ella abandono la farmacia, marcó nervioso el teléfono de la policía.