Graziela

 



LA CAJA DE LATA

Vivíamos en la chabola de mi abuela, con mi madre y mi hermana, en un descampado, cuando aún no existía la M-30.  Íbamos al Colegio de la Casita de la Virgen.

Mi madre, un día tuvo una bronca muy fuerte con la abuela, que le insultó y le dio tal bofetón que resonó en mi cabeza como un trueno. Esa madrugada no volvió a casa, ni la siguiente. No volvimos a verla.

Charito, mi hermana, ayudaba a la abuela y cuando cumplió los catorce entró como interna en casa de unos señores. La tarde que libraba aprovechaba para salir con sus amigas y solo de vez en cuando nos visitaba. Yo creo que el trabajo y relacionarse con gente de dinero la cambió, nos miraba con desdén.  Solo estaba un rato, casi ni se sentaba y se sacudía la falda incómoda con miedo a mancharse.

A mí me gustaba ir con los amigos a rebuscar en el vertedero, aunque la abuela me lo había prohibido, decía que volvía oliendo a estiércol, y cada  escapada me costaba un sopapo, porque seguí yendo. Allí encontré algún juguete viejo, libros y mi tesoro más preciado: una caja de lata llena de fotos viejas. Cuando estaba aburrido las miraba y me inventaba historias para aquellas imágenes amarillentas y medio rotas, con olor a moho.

–¿Ya estás con eso otra vez? –decía la abuela si me pillaba mirando las fotografías–  mejor estudia para hacerte un hombre de provecho, como fue tu abuelo.  

Yo no le conocí, como tampoco conocí a mi padre, ni al de mi hermana.

Aún iba al colegio cuando empecé de aprendiz en un taller mecánico. No me gustaba especialmente, entonces no se elegía. Tenías que encontrar un trabajo, aprender un oficio o hacer algo para llevar dinero a casa. Yo prefería entrar en una imprenta o en la papelería de doña Juanita, pero siendo “un muerto de hambre” eran pocas las posibilidades, y había visto a amigos perderse en el camino siendo críos aún.

Soy espabilado, aprendía rápido. Pronto dejé de encargarme de los recados, limpiar piezas, etcétera, para ayudar a reparar los coches. Además, se me daban bien los números, mi jefe se dio cuenta y me encargaba gestiones administrativas y contables, que no eran su fuerte.

La abuela murió de gripe un invierno gélido y demolieron la chabola para construir un edificio de muchas plantas. De mi madre no sabíamos nada. Susana se había casado y me invitaba a comer de vez en cuando, y así veía crecer a su hijo. Yo vivía en una pensión humilde, muy limpia, que llevaba la viuda de un maestro republicano que me cogió cariño; yo también la apreciaba, era como mi familia.

Lo único que me llevé de la chabola en la que me había criado fue mi ropa y la caja de lata de lunares con las fotos, que cada vez estaban más viejas de tanto sobarlas. En ella guardé la única imagen que tenía de mi madre y una que nos hicieron las monjas cuando Susana hizo la comunión. Abrirla, aspirar ese aroma tan peculiar que despedía me encantaba, me hacía sentirme acompañado, con ellas imaginaba una vida diferente a la que había tenido.

Gracias a lo que me contaba doña Casilda, la casera, ponía nuevos nombre a las personas que aparecían en mi colección de fotografías antiguas, les creaba una identidad, una personalidad estableciendo parentescos entre ellos.

Doña Casilda me animó a escribir, decía que tenía talento y sabía crear historias. Me regaló un cuaderno gordo de rayas. Cada noche, antes de acostarme escribía lo que me venía a la cabeza, hasta que se convirtió en una rutina, una cita esperada. Se me pasaba el tiempo sin sentir, la casera tocaba con el puño en la puerta “Vamos Paquito, apaga ya la luz que mañana tienes que madrugar”.

El taller había crecido, mi Jefe alquiló el garaje de enfrente que era más grande y cogió otro aprendiz, además del oficial; aunque yo seguía llevando mono, poco a poco había conseguido quitarme la grasa de debajo de las uñas y de las grietas de las manos, pues al ampliar el negocio también puso una garita a modo de oficina, de la que me encargaba yo. Hacia los pedidos, recibía los encargos, atendía el teléfono, preparaba las facturas y un montón de pequeñas labores gracias a las cuales todo funcionara mejor y nos convirtió en algo más que el mecánico del barrio. Se corrió la voz y hasta arreglábamos coches de lujo.

Por el local pasaba mucha gente. Siempre he sido bastante sociable  y a algunas personas les gustaba hablar conmigo, de aquellas charlas y dejando volar mi imaginación creaba relatos que luego escribía en mí cuaderno.

Don Argimiro era el propietario de un Ford, un hombre solitario que apreciaba su coche como a un familiar. Tenía una editorial y con frecuencia me regalaba libros que yo leía con ansia. Hacía años que me había hecho socio de la biblioteca donde saciaba mi hambre de literatura, sin limitarme a las novelas de oeste que leían y se intercambiaban mis amigos. Don Argimiro traía su coche con frecuencia, me invitaba a un café y hablábamos. Un día le conté que desde hacia tiempo me encantaba escribir, aunque solo una persona leía mis cuentos. Se ofreció a echarles un vistazo. Me daba mucha vergüenza pero accedí. Quería saber la opinión de alguien además de doña Casilda, que me aconsejaba cambios y correcciones.

Me felicitó por los escritos, dijo que eran historias originales y me propuso publicar un libro. Se trataba de hacer encajar todos los relatos sueltos, formando una saga familiar, y además podíamos ilustrarlos con las fotos antiguas de las que también le hablé. Él me ayudaría. Trabajamos mucho juntos durante mis horas libres. Yo veía en él lo más aproximado al padre que nunca tuve y él me fue cogiendo también mucho cariño. Me introdujo en círculos literarios, abriendo un nuevo horizonte que dio alegría y lustre a mi vida, renovando mis ilusiones.

Cuando por fin la novela quedó terminada y corregida la publicó y organizó su presentación. Le dio mucha publicidad al acto, yo invité a doña Casilda, a Susana y su marido, a mi jefe, a los amigo, a todos los del taller, y gente del barrio, a sabiendas de que casi ninguno compraría el libro.

Estaba muy nervioso la tarde del evento, me daba miedo que no acudiera nadie. Cuando vi la sala llena de caras conocidas que estaban allí para apoyarme me sentí el hombre más afortunado del mundo. En la mesa, junto a varios ejemplares del libro, unos vasos de agua para las tres personas que íbamos a intervenir en la presentación,  estaba la caja de lata con los lunares rojos medio borrados ya, y el verla me dio la seguridad y el aplomo que necesitaba.

Al terminar el acto, que fue muy aplaudido, la gente se acercaba a la mesa para que firmara sus ejemplares. Yo sonreía les pregunta a nombre de quién querían la dedicatoria y la rubricaba. Cuando escuché aquella voz se me paró el corazón: “Puedes poner para mi madre”. Levanté la vista, sus ojos brillaban de emoción y tenía una sonrisa de tristeza interminable. Se borró todo a mí alrededor, los segundos parecieron eternos, no podía pensar, ni siquiera recuerdo lo que puse, pero me aseguré de anotar muy claro mi número de teléfono y dirección al final.

Graziela

 


POMPAS DE JABÓN

 

Me hizo mucha ilusión aquel regalo, aunque ya sabía que era para niños más pequeños. Cuando llegaba del colegio, después de hacer los deberes, mientras mi madre se echaba un rato antes de cenar, yo cogía aquel envase y lo agitaba mucho. En la terraza sacaba el palito con el círculo y soplaba despacito hasta que se  formaban preciosas pompas de jabón con los colores del arcoíris que subían y volaban despacio para ir bajando después y desaparecer de pronto. Me gustaba seguirlas con la mirada hasta que las perdía de vista o se esfumaban. A veces, resistían tanto impulsadas por el viento que llegaban a la calle y alguna persona miraba hacia arriba. Entonces yo me escondía, como avergonzada o les saludaba y me reía, según me parecía. Ahora sé que era una tontería pero era el momento del día en que más feliz estaba, dejaba volar mi imaginación con cada pompa, me sentía libre. Si conseguía hacer alguna grande, como una bola, me gustaba pensar que sería muy resistente y que llegaría hasta el balcón de mi padre, aunque viviera muy lejos, le encontraría leyendo el periódico y pensaría en mí, y me llamaría, y mamá me dejaría hablar con él. Claro que eso era poco probable y no pasaba nunca y no me refiero al milagro que supondría crear una pompa viajera.

Cuando él llamaba jamás me pasaba el teléfono y no le hacía más que reproches, y después de muchas excusas absurdas que impedían las visitar, de pedirle dinero para este o aquel supuesto gasto, le concedía el permiso para el día y hora que se le antojaba para que me recogiera papá, antes de colgar con un sonoro golpe.

Luego venía lo siempre. “Baja las persianas nena, que tengo jaqueca y me voy a acostar un rato. Si tienes hambre en la nevera hay cosas para cenar”. Y no volvía a dar señales de vida hasta el día siguiente.

Yo estaba acostumbrada. Me iba a la cama pronto, para poder pensar en el paseo que daría con mi padre, la merienda en una cafetería, mientras me ayudaba con los deberes. Lo mismo me venía a buscar con Silvia, “esa zorra que nos quitó a tu padre”, según mamá.  Ella me gustaba. Era muy simpática, me compraba ropa y siempre se interesaba por mis estudios, las clases, mis amigas.

Era la innombrable, tenía mucho cuidado para no referirme a ella si quería evitar una bronca, la consiguiente jaqueca y el castigo de no ver a papá en una semana. Al que llamaba echa una loca para insultarle y terminar llorando y montando el número de esposa ultrajada.

Me hacía sentir muy culpable pasármelo tan bien con papá y con Silvia, con lo mal que se había portado, según mi madre.

En casa todo era triste y gris; mi madre vivía siempre en la queja, suerte que teníamos una vecina estupenda y cuando no podía aguantar más me pasaba a casa de Aurora y jugaba un rato con su hijo pequeño, volviendo casi siempre cenada. A mi madre eso le daba igual, bueno, creo que a ella casi todo le daba igual.

Es muy fuerte, sé que suena horrible, pero casi me alegré cuando se puso enferma y a mis tíos no les quedó más remedio que mandarme a vivir con mi padre. Desde aquel momento yo me convertí en otra persona y supe lo que era vivir tranquila.

Graziela

 


SOPRENDENTE REVELACIÓN

 Cuando se busca entablar una relación todos solemos mostrar lo mejor de nosotros, con fotos de hace tiempo, retocadas o procurando ocultar aquellas zonas de nuestra geografía de la que nos sentimos poco orgullos o directamente no aceptamos. Así maquillamos la realidad. Por eso, después de otros desengaños no quise arriesgarme, y antes de hacerme ilusiones, tras unos cuantos mensajes,  decidí aceptar la propuesta de Martín para vernos en vivo y en directo.

La verdad es que la primera impresión fue muy buena. No era tan alto como imaginé, pero estaba proporcionado, tenía un rostro agradable y unas manos preciosas.

Desde el principio noté que había química entre nosotros. Martín me parecía muy culto, aunque casi toda la charla versó sobre historia y en especial de la Grecia Antigua. Ya en el bar empezamos con algunos “piquitos”. Al salir, mientras decidíamos donde cenar, seguimos “acercando posturas” con caricias y arrumacos. Apoyados en su coche, charlando, nos abrazamos y besamos apasionadamente, así que optamos por saltarnos los preliminares y primeros platos y pasar directamente al postre, que fue en su casa. Era un hombre muy tierno, atento, dulce y encantador. Fue una experiencia muy gratificante, tanto que nos quedamos dormidos, exhaustos y el domingo amanecí en su cama.

Antes de levantarnos volvimos a enrollarnos y cuando él se incorporó para ir al baño vi que en su espalda tenía tatuada la Grecia Clásica al completo: Apolo, la Acrópolis, las cariátides, Platón, un mapa, el Partenón, el Discóbolo… entendí hasta donde llegaba la pasión que sentía por esa civilización, de la que me había estado hablando durante mucho rato. Mientras me vestía observé su estantería llena de libros y videos relacionados con el mismo tema y comprendí que aquello era más que una afición. Pensé que aprendería mucha historia con él siempre que el sexo entre nosotros siguiera siendo tan bueno.


Graziela

 


PRIMERA CITA

Quedamos en un bar de copas,  le vi nada más entrar, su presencia destacaba entre el resto de la gente. Un tío altísimo, muy delgado y con piel de charol. Llevaba una bufanda con muchos colores, como buen Jamaicano, que resaltaba más en contraste con su cabello negro, largo y con rastas. Me hizo una seña con la mano y me acerqué. Nos dimos dos besos en la cara, aunque llevábamos meses hablando por teléfono y wasap no nos conocíamos en persona. Pedimos unas cervezas y conversamos. Me gustaba. Tenía grandes ojos y la mirada dulce, acariciadora. Cuando sonrió sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Aquello nunca me lo habría imaginado. Sus dientes eran como perlas, escasos, solo dos, que parecían camisetas tendidas separadas en un cordel. Intenté disimular mi desconcierto y desilusión. Me sentía muy incómoda, no quería parecer indiscreta, mi mirada buscaba su boca todo el tiempo, sin poder prestar atención a la amable charla que manteníamos.

Algo se  había quebrado en nuestra incipiente relación. Me propuso ir a cenar, y yo me excusé alegando que estaba a régimen, quería evitarme el bochornoso momento de verle comer. Me acompañó al metro, me besó en los labios y en cuanto llegué al andén le bloquee.


Graziela

 

UN GRAN AMOR

 Llevábamos meses saliendo, sabía que Alejandra tenía una perrita, pues me hablaba de ella y algunas veces se marchaba antes para sacarla a pasear.

Cuando me propuso ir a su piso, para que Leya, su perra, no estuviera sola tanto tiempo me pareció buena idea, aunque la había visto en muchas fotos, así podría conocerla de una vez y tratar de entender porque había conquistado el corazón de mi chica.

Leya era pequeña, peluda y chillona. Desde que llegué no dejó de ladrarme, y eso que la cogí en brazos cuando se subió al sofá y la acaricié con cuidado, para hacerme su amigo. Salí a pasear con ellas y dimos unas cuantas vueltas con un frío horrible,  hasta que la perra hizo sus necesidades, y volvimos ateridos a casa.

Nos pusimos cómodos, y para entrar en calor vimos una serie mientras nos besábamos, entre abrazos y caricias. Leya también quería estar con nosotros y se quejaba si nos movíamos, ladrando o chillando, lo que me incomodaba bastante aunque a Alejandra le hacía gracia. Es muy posesiva, decía besándola en la cabeza.

Para mejorar la situación propuse irnos al dormitorio. En  la cama, Leya se instaló la primera, y dejó claro que el intruso era yo. Se metía entre nosotros. Si me movía, me mordía los pies, ladraba muy cerca de mi cara, enseñándome sus dientes enanos; se me subía encima y me arañaba, haciendo un extraño bocadillo entre los tres. Cada vez me ponía más nervioso. Notaba que Alejandra estaba más pendiente de la perra que de mí: la acariciaba, la sujetaba o la apartaba, según el momento y así yo no podía concentrarme.

Desesperado decidí apartarme y dejarlas espacio. La perra parecía encantada y Alejandra no se molestó, como cabría esperar. No hubo manera de hacerlo en toda la noche, pues aunque Leya se durmiera, como lo hacía pegada a su ama, en cuanto me acercaba gruñía, ladraba o me mordía. Tenía muy mala leche la mierda de perra.

Ya un poco desesperado sugerí a Ale que la sacara de la habitación y cerrara la puerta y dijo que era un desalmado, que ella no podía hacer eso a la pobre Leya. Así que fui yo el que se marchó y allí se quedó ella con su insoportable animal. Y no he vuelto a saber nada de ninguna de las dos.

 

 

 

 

 

 

Graziela

 


CITA CON SORPRESA

No podía creer en mi suerte cuando vi aparece a Alicia en la puerta de la vermuteria. Era una mujer de llamar la atención. Llevaba una falda muy corta con botas altas. Al quitarse la cazadora y ver el top ceñido, que dejaba patente su excelente delantera, casi me atraganto. Me tenía hipnotizado y era difícil fijar la vista en un solo lugar de su magnífica anatomía. No era un bellezón pero sabía sacarse partido, aunque para mi gusto llevaba demasiado maquillaje. Sus pestañas: largas, espesas y muy negras me recordaban a las de Mini Mouse;  la melena rubia encuadraba perfectamente el rostro.

La verdad es que se nos escaparon las horas sin notarlo. Nos reímos mucho, yo creo que los vermús también influyeron. Como no nos apetecía movernos pedimos unas raciones y decidimos seguir la velada juntos, ella me ofreció su casa y yo acepté al instante. Vivía en un apartamento en muy buena zona. Puso música y pasamos directamente al dormitorio, sin preliminares, que ya veníamos calentitos con las copas.

La observaba desnudarse con gracia y tirar la ropa al suelo. Esperaba una lencería delicada y sexi y en su lugar llevaba un sujetador que en algún momento debió ser blanco y un tanga color verde, bastante feo. Aunque a mí lo que más me interesaba era su cuerpo y estaba muy bien.

Alicia estiró la sábana y colocó el edredón antes de que nos acostáramos, poniendo en la butaca, donde había dejado mi ropa, los cojines que estaban por el suelo.

Era muy activa y no le faltaba imaginación. No pensaba yo que llegáramos a tanto en la primera cita, y sin conocernos. Nos entró hambre y ella trajo bebidas y un plato con queso, fuet y colines. Estaba todo muy rico y ella más.

Yo quería beber agua, me ofrecí a llevar el plato y las latas a la cocina. Al entrar, tuve que apartar un perchero lleno de vestidos. La pila estaba tapada por cacharros sucios y yo que vivo solo, sé que eso no era de un día. Abrí armarios y no encontré ni un vaso limpio, aclaré uno. En la nevera la botella de agua tenía todo el borde del cuello lleno de carmín, bebí directamente del grifo.

Volví a la cama y se me olvido todo. Después de hacerlo con pasión denodada, ella quedó profundamente dormida y yo decidí darme una ducha y marcharme, al día siguiente tenía una reunión a primera hora y quería estar presentable y centrado.

El baño me impactó, el bidé no se veía de los tarros, cajas y frascos de perfume; el lavabo ocupado con peines, cepillos, tenacillas y secador, y la ducha tenían pelos de todos los colores, solo de pensar en que tendría que secarme con aquella toalla de color indefinido y aspecto baboso, se me quitaron las ganas de abrir la ducha.

Volví al dormitorio y Alicia roncaba como un jabalí. Me vestí y me marché, no sin antes jurarme no volver a esa casa, aunque siempre podríamos ir a mi piso…

 

 

 


Graziela

 

BUENA POSICIÓN

     A mi santa madre se le daba bien tener hijos. También se las ingeniaba para que abandonáramos el hogar lo antes posible. Yo era la tercera de ocho hermanos, tres varones y cinco chicas. Tenía solo dieciocho años cuando me casaron. Apenas conocía al hombre que eligieron para mí. Ramón tenía veinte años más que yo y una vida hecha en Madrid.

    Mi suegra, doña Virtudes, era una señora encantadora que me acogió como a la hija que nunca tuvo. Fue una excelente maestra. Yo seguía siendo una cría provinciana, pues Jaén era solo un pueblo grande. Me introdujo en su círculo de amistades, y conseguí encajar en una vida social que ni imaginaba. Asistía con ella a reuniones de señoras bien, a las partidas de canasta de los miércoles, las tertulias musicales o al ropero de la parroquia. Está mal que yo lo diga, pero aprendía rápido, con tantos hermanos o eras lista y espabilabas o te comían. En poco tiempo hizo de mí una digna esposa de su adorado hijo.

    La vida conyugal no me hacía tanta gracia. Tener intimidad sin conocer a una persona me parecía algo impensable, y más si era con un señor; nadie me había explicado nada y solo me dejaba llevar. Me costaba ocultar mis emociones. Mi suegra, que ya me conocía bastante, al ver cómo me cambiaba el semblante cuando mi marido se acercaba me aconsejó que tuviera paciencia con su hijo, que me limitara a respetarle, ser cariñosa y darle lo que quería y me dejaría tranquila, y que a veces una copita de ginebra podía ayudarme a llevarlo mejor.  

    Pronto quedé embarazada. Cuando nació Carlitos tuve excusa para no cumplir con mis deberes maritales, lo que prolongué todo lo que pude, aunque la verdad es que mi marido solo me quería de ciento en viento. Rápidamente volví a quedar en cinta y fueron meses muy duros en los que tuve que hacer reposo hasta que llegó Elisita.  

    Una noche, el pequeño Carlos se puso muy enfermo. Mi marido no estaba en la cama, fui al cuarto de la criada para que preparara un baño tibio para el niño. No quería alarmar a mi suegra. Como no conseguíamos que le bajara la fiebre al crio, pensé que tendríamos que llevarlo al hospital. Fui a buscar al chofer y asistente, a su cuarto, y allí, en su cama estaba el cretino de Ramón.

    No sé de dónde me salió aquel genio, enrabietada como nunca lo había estado, daba tales alaridos de loca que las voces se debieron oír hasta en Jaén. Les insulté, quería pegar a Ramón sin dejar de llorar. Ante tal escandalo mi suegra no tardó en aparecer con el rostro demudado, para hacerse cargo de la situación. Intentó calmarme. Fue a ver al niño, llamó al médico de la familia y me ayudo a vestirme. Yo seguía fuera de mí. El niño me necesitaba, estaba muy preocupada, pero la traición de Ramón no quedaría así, no estaba dispuesta a tolerar aquella humillación. Seguiría siendo una cría aunque no era tonta.    

    El doctor no le dio mucha importancia al estado de Carlitos, con el jarabe que le recetó fue mejorando.

    Esa noche, nadie, salvo Elisita, consiguió dormir en la casa. Mi suegra me consoló primero, me explicó después que a veces esas cosas pasan en las mejores familias. Yo no podía pasar por alto aquello, ya me hacía la imbécil cuando mi marido no venía a dormir, en el fondo hasta me alegraba, o cuando me enteraba que había tenido una mala noche en el casino, por no hablar de las horas que pasaban en la sala de billar, bebiendo hasta la madrugada con sus amigotes. No, no quería seguir manteniendo las formas.

        -Hija, ¿Y qué vas a hacer? –me preguntó mi suegra con unos lagrimones como las perlas de su mejor collar anegando la ajada piel- ¿Volver al pueblo con tu madre? Ramón nunca renunciará a sus hijos. Eres una mujer lista, ahora tienes una posición y un nombre. Tu sitio está aquí. Sabes lo que te conviene. Por favor, no tires tu vida por la borda, los niños te necesitan y yo también. Ahora, además podrás imponer tus normas, a ninguno nos interesa un escándalo. Aprovecha la ventaja que tienes para hacerte valer.

    Tenía razón, había que mantener las apariencias si quería seguir disfrutando de mi posición y así lo hice, aunque seguía afectada por aquel gran engaño, me sentía utilizada.

    A Virtudes aquel disgusto le costó más que a mí.  Poco tiempo después enfermó, pedimos otra opinión a un especialista reputado, el doctor Federico Urrutia. 

    El médico era un hombre encantador, con mucha personalidad y apuesto. Aquello me sacó de mi letargo. Yo la acompañaba a la consulta, la ayudaba a desnudarse para que la reconociera. Su mirada de albahaca me producía una corriente eléctrica que erizaba el bello de mi espalda cada vez que se dirigía a mí y me sonrojaba. A mi suegra, que no se le escapaba una, le divertía esa la situación y con frecuencia hacía que la visitara en casa.  Los roces entre nosotros, al cederle el paso, al darme las recetas se hacían más frecuentes y el trato más cercano. A veces nos citaba a última hora en su consulta  para supuestamente explicarnos como evolucionaba la enfermedad de Virtudes, ella siempre insistía en que acudiera yo sola, así que pasó lo inevitable.

    Ramón no podía ni imaginarse lo que estaba ocurriendo y yo seguía cumpliendo con mis deberes como esposa cada vez con más soltura y seguridad.

    Me sentía enamorada por primera vez en mi vida y disfrutaba mucho más de mis hijos y de todo lo que hacía gracias a mi relación con Federico, que aunque estaba casado siempre encontraba algún rato para que estuviéramos juntos. No supe qué hacer cuando fue evidente que estaba embarazada de nuevo, al parecer a mí también se me daba bien tener hijos. Mi suegra y Ramón acogieron la noticia con alegría aunque no estaba segura de quién era el padre. Al nacer Manuel, al que puse el mismo nombre que mi hermano menor, se despejaron todas mis dudas.

    Tenía los mismos ojos verdes que el médico. La gente comentaba a quién se parecía aquel bebé y yo siempre decía que era la viva imagen de su tío, que llevaba el olivar en la mirada. Con el tiempo supe que mi santa madre no lo era tanto y que mi hermano no se parecía a ninguno de nosotros porque no era de mi padre. Parece que yo solo seguía sus pasos, aunque espero que mi hija no tenga que hacer lo mismo.

    No me he sentido culpable por nada, y siguiendo el consejo de mí querida Virtudes, que en paz descanse, ni siguiera se lo dije a mi confesor. Lejos queda ya aquella cría mojigata que llegó a Madrid del brazo de su marido.

    Como era de suponer Federico no ha dejado a su familia, aunque yo hace años que soy viuda, sigue siendo mi amor secreto y yo una señora muy decente.