LA CAJA DE LATA
Vivíamos en la chabola de mi abuela, con mi madre y mi hermana, en un descampado, cuando aún no existía la M-30. Íbamos al Colegio de la Casita de la Virgen.
Mi madre, un día tuvo una bronca muy fuerte con la abuela, que le
insultó y le dio tal bofetón que resonó en mi cabeza como un trueno. Esa
madrugada no volvió a casa, ni la siguiente. No volvimos a verla.
Charito, mi hermana, ayudaba a la abuela y cuando cumplió los
catorce entró como interna en casa de unos señores. La tarde que libraba
aprovechaba para salir con sus amigas y solo de vez en cuando nos visitaba. Yo
creo que el trabajo y relacionarse con gente de dinero la cambió, nos miraba
con desdén. Solo estaba un rato, casi ni
se sentaba y se sacudía la falda incómoda con miedo a mancharse.
A mí me gustaba ir con los amigos a rebuscar en el vertedero,
aunque la abuela me lo había prohibido, decía que volvía oliendo a estiércol, y cada escapada me costaba un sopapo, porque seguí
yendo. Allí encontré algún juguete viejo, libros y mi tesoro más preciado: una
caja de lata llena de fotos viejas. Cuando estaba aburrido las miraba y me
inventaba historias para aquellas imágenes amarillentas y medio rotas, con olor
a moho.
–¿Ya estás con eso otra vez? –decía la abuela si me pillaba
mirando las fotografías– mejor estudia
para hacerte un hombre de provecho, como fue tu abuelo.
Yo no le conocí, como tampoco conocí a mi padre, ni al de mi
hermana.
Aún iba al colegio cuando empecé de aprendiz en un taller
mecánico. No me gustaba especialmente, entonces no se elegía. Tenías que encontrar un
trabajo, aprender un oficio o hacer algo para llevar dinero a casa. Yo prefería
entrar en una imprenta o en la papelería de doña Juanita, pero siendo “un
muerto de hambre” eran pocas las posibilidades, y había visto a amigos perderse
en el camino siendo críos aún.
Soy espabilado, aprendía rápido. Pronto dejé de encargarme de
los recados, limpiar piezas, etcétera, para ayudar a reparar los coches. Además,
se me daban bien los números, mi jefe se dio cuenta y me encargaba gestiones
administrativas y contables, que no eran su fuerte.
La abuela murió de gripe un invierno gélido y demolieron la
chabola para construir un edificio de muchas plantas. De mi madre no sabíamos
nada. Susana se había casado y me invitaba a comer de vez en cuando, y así veía
crecer a su hijo. Yo vivía en una pensión humilde, muy limpia, que llevaba la
viuda de un maestro republicano que me cogió cariño; yo también la apreciaba,
era como mi familia.
Lo único que me llevé de la chabola en la que me había criado
fue mi ropa y la caja de lata de lunares con las fotos, que cada vez estaban
más viejas de tanto sobarlas. En ella guardé la única imagen que tenía de mi
madre y una que nos hicieron las monjas cuando Susana hizo la comunión.
Abrirla, aspirar ese aroma tan peculiar que despedía me encantaba, me hacía
sentirme acompañado, con ellas imaginaba una vida diferente a la que había
tenido.
Gracias a lo que me contaba doña Casilda, la casera, ponía
nuevos nombre a las personas que aparecían en mi colección de fotografías
antiguas, les creaba una identidad, una personalidad estableciendo parentescos
entre ellos.
Doña Casilda me animó a escribir, decía que tenía talento y
sabía crear historias. Me regaló un cuaderno gordo de rayas. Cada noche, antes
de acostarme escribía lo que me venía a la cabeza, hasta que se convirtió en
una rutina, una cita esperada. Se me pasaba el tiempo sin sentir, la casera tocaba
con el puño en la puerta “Vamos Paquito, apaga ya la luz que mañana tienes que
madrugar”.
El taller había crecido, mi Jefe alquiló el garaje de enfrente
que era más grande y cogió otro aprendiz, además del oficial; aunque yo seguía
llevando mono, poco a poco había conseguido quitarme la grasa de debajo de las
uñas y de las grietas de las manos, pues al ampliar el negocio también puso una
garita a modo de oficina, de la que me encargaba yo. Hacia los pedidos, recibía
los encargos, atendía el teléfono, preparaba las facturas y un montón de
pequeñas labores gracias a las cuales todo funcionara mejor y nos convirtió en
algo más que el mecánico del barrio. Se corrió la voz y hasta arreglábamos
coches de lujo.
Por el local pasaba mucha gente. Siempre he sido bastante
sociable y a algunas personas les
gustaba hablar conmigo, de aquellas charlas y dejando volar mi imaginación
creaba relatos que luego escribía en mí cuaderno.
Don Argimiro era el propietario de un Ford, un hombre solitario que
apreciaba su coche como a un familiar. Tenía una editorial y con frecuencia me
regalaba libros que yo leía con ansia. Hacía años que me había hecho socio de
la biblioteca donde saciaba mi hambre de literatura, sin limitarme a las
novelas de oeste que leían y se intercambiaban mis amigos. Don Argimiro traía
su coche con frecuencia, me invitaba a un café y hablábamos. Un día le conté
que desde hacia tiempo me encantaba escribir, aunque solo una persona leía mis cuentos.
Se ofreció a echarles un vistazo. Me daba mucha vergüenza pero accedí. Quería
saber la opinión de alguien además de doña Casilda, que me aconsejaba cambios y
correcciones.
Me felicitó por los escritos, dijo que eran historias originales
y me propuso publicar un libro. Se trataba de hacer encajar todos los relatos
sueltos, formando una saga familiar, y además podíamos ilustrarlos con las
fotos antiguas de las que también le hablé. Él me ayudaría. Trabajamos mucho
juntos durante mis horas libres. Yo veía en él lo más aproximado al padre que
nunca tuve y él me fue cogiendo también mucho cariño. Me introdujo en
círculos literarios, abriendo un nuevo horizonte que dio alegría y lustre a mi
vida, renovando mis ilusiones.
Cuando por fin la novela quedó terminada y corregida la publicó
y organizó su presentación. Le dio mucha publicidad al acto, yo invité a doña
Casilda, a Susana y su marido, a mi jefe, a los amigo, a todos los del taller,
y gente del barrio, a sabiendas de que casi ninguno compraría el libro.
Estaba muy nervioso la tarde del evento, me daba miedo que no
acudiera nadie. Cuando vi la sala llena de caras conocidas que estaban allí
para apoyarme me sentí el hombre más afortunado del mundo. En la mesa, junto a
varios ejemplares del libro, unos vasos de agua para las tres personas que
íbamos a intervenir en la presentación,
estaba la caja de lata con los lunares rojos medio borrados ya, y el
verla me dio la seguridad y el aplomo que necesitaba.
Al terminar el acto, que fue muy aplaudido, la gente se acercaba
a la mesa para que firmara sus ejemplares. Yo sonreía les pregunta a nombre de
quién querían la dedicatoria y la rubricaba. Cuando escuché aquella voz se me paró
el corazón: “Puedes poner para mi madre”. Levanté la vista, sus ojos brillaban
de emoción y tenía una sonrisa de tristeza interminable. Se borró todo a mí
alrededor, los segundos parecieron eternos, no podía pensar, ni siquiera
recuerdo lo que puse, pero me aseguré de anotar muy claro mi número de teléfono
y dirección al final.