UNIVERSO TRAS LAS
TAPIAS
La mano de mamá apretaba la mía,
como si fuera a escaparme, y aprovechaba para ajustarme la cinta de la capotita.
Quería quedarme más en la Montaña de los Gatos, ver a los mininos jugar y
perseguirse entre las frondosas plantas bajo las que se escondían. Mis hermanos
apremiaban para seguir y ella nos llevaba a los jardines de Cecilio Rodríguez, a
contemplar las flores que tanto le gustaban.
Los domingos tenían un sabor
especial. Mi mano se perdía en la enorme palma de la de papá. La casa de fieras
con su mal olor, el oso Pepito siempre bajo el chorro de agua; los monos inquietos,
la jirafa y los leones con su pobre melena, anunciaban el comienzo de los días
perfectos.
En el Paseo de Coches, los magnolios
asistían inalterables a mis caídas, cuando mis hermanos me enseñaban a
patinar, y me arrancaban los lazos de
las coletas.
Apenas llegaba a los pedales de las
bicis de alquiler y papá me sujetaba del sillín, mientras los demás se iban
alejando por el camino bordeado de árboles. Siendo más mayor, llegábamos hasta
El Parterre y el estanque de las campañillas; mi padre se sentaba a descansar
bajo los álamos, a esperar paciente a que nos cansáramos de pedalear.
Coger una barca estaba condicionado
a que mis hermanos se comprometieran a remar, aunque la euforia inicial y las
peleas por los remos hacían que otras veces nos limitáramos a dar pan a los
enormes peces, rojos o marrones; abrían unas bocas como si te pudieran comerme
la mano entera.
El estanque grande era el lugar de
encuentro en primavera, cuando me “fumaba” las clases en el instituto. Bajo los
plátanos de sombra, chicos y chicas nos citábamos para comer pipas, fumar y hacer risas. Allí
conocí a Fernando, uno de los muchachos con los que salí, que acabó siendo mi marido
y el padre de Cristina, mi hija.
Entonces nuestra zona preferida era
la del Palacio de Cristal; el jardín de estilo inglés con camino sinuosos,
césped, puentes, pasadizos sobre agua, los cipreses de los pantanos y el chorro
sobre el estanque. Muy romántico, acorde con el momento de enamoramiento que
vivíamos.
Cuando Cristina era pequeña nos
encantaba pasear por La Rosaleda; le llamaban mucho la atención los colores de
las rosas. Luego pasábamos por el jardín de las vivaces, el único de todo el
parque con estilo japonés: roca natural, piedra, madera...
Volver a los columpios, patines y
bicicleta con ella era una delicia. ¡Me traía tan buenos recuerdos!
El tiempo corre como un vendaval. Algunas
veces iba a recoger a Fernando al Huerto del Francés, desde que se jubiló le gustaba colaborar. Nos sentábamos
en la terraza que hay al lado del Palacio de Velázquez y, con suerte, disfrutábamos
escuchando la música clásica de un cuarteto que se ponía al lado. En una de
esas ocasiones no nos paramos a tomar el aperitivo. “Es que estoy un poco
revuelto”, dijo mi marido. Fuimos a casa directamente y apenas comió. Se echó
la siesta y nunca llegó a levantarse.
Durante mucho tiempo no quise venir
a mi parque. Todo me recordaba a él, sin embargo, la vida continúa y desde que
mi hija me deja a Fernandito he retomado mis caminatas. El otoño es una época
preciosa y yo, que había languidecido tanto desde que enviudé, he rejuvenecido
empujando el cochecito de mi nieto. Me siento frente a la Casita del Pescador,
pintada ahora que parece sacada de un cuento. Al niño le gusta ver a los patos. Miro pasar a la gente, muchos
de los habituales me conocen y saludan. ¡Son tantos años! Se me alegra el gesto
cuando aparece Santiago con su perra Tula.
De nuevo me emociona ver las verjas
del Retiro desde la acera de enfrente.