GROUÑIDOS EN EL DESIERTO.
Odio los días de cierre. La
redacción es un hervidero, todos andamos como locos; a mí no me gusta trabajar
bajo presión ni con prisas. Esta vez me había pillado el toro, llevaba días sin
que se me ocurriera nada y aún me faltaba una página por entregar. Allí no me
podía concentrar: los teléfonos, las impresoras y tanto “cliqueteo” en los
teclados me estaban poniendo histérico, necesitaba un cigarro más que respirar,
así que cogí la chaqueta y salí a fumar.
La sede de la revista está cerca de
un polígono industrial, justo donde comienza la nada, aun así necesitaba dar un
paseo, despejarme. En el descampado de
atrás hacía un viento del carajo, se me volaba la corbata y fumar era un suplicio.
La bofetada de aire fresco me espabilaría –pensé– y ¿quién sabe? Lo mismo me
limpiaba tanto el coco que activaba mis neuronas. Puede que hasta se me ocurra
alguna idea.
1.- De pronto apareció por allí un
señor gordo con smoking. El viento le había arrebatado su chistera y el señor
corría desesperado tras ella. Sin duda llegaba tarde a la boda o a la
celebración, pues por allí no había ninguna iglesia. Le perdí de vista.
2.- Seguí caminando en dirección contraria a la
del padrino y para mi sorpresa, vi
correr a un paisano tras su boina, que también se la había levantado el
vendaval, y parecía tan desesperado como el padre de la novia por recuperar su
sombrero.
No es que aquello inspirase la
historieta que me faltaba, es que solo tenía que reproducir esas dos imágenes
encarnando yo mismo el personaje de Groucho. Podía ver el resto de las viñetas.
Era genial. Estaba emocionado.
3.-
Aquel desierto era paso de personajes de lo más variopinto y el
siguiente en aparecer fue el mismísimo obispo, que sin importarle llevar la
casulla a la altura de las rodillas ni el cíngulo al viento, trotaba veloz tras
su mitra, con las ínfulas como enorme mariposas revoloteando a su lado, aunque estas
no las pensaba dibujar.
4.- Un jefe indio, sin apenas pisar
el suelo intentaba alcanzar el penacho de plumas que volaba más rápido que
cualquier pajarraco extraño.
5.- Permanecí a la espera, pues
todos ellos habían pasado por allí y ninguno había vuelto a aparecer. Los
minutos se hicieron largos hasta que les vi a lo lejos.
6.- Caminaban en fila india. Muy
dignos, orgullosos de su hazaña. Primero
el padrino de boda, elegante, luciendo una boina en la cabeza, le seguía el
paisano, que en esta ocasión iba tocado por la enorme chistera; tras él, el jefe de la tribu, imponente, cubriendo su cabellera con la enorme mitra y
por último el señor obispo, que pese a llevar el penacho de plumas del indio no
había perdido su aspecto altivo.
Ahora solo me faltaba rellenar los
cinco “bocadillos”, aunque no era necesaria mucha explicación. Está claro que
el sombrero no hace al monje, o mejor dijo al hombre.