nov
29
LA
CASA FAMILIAR
Nos
gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua guardaba los
recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres
y toda la familia. Sin embargo, a medida que fuimos creciendo
aquel ambiente sosegado que lo invadía todo, la tranquilidad que se
respiraba dentro de sus muros con la que mis hermanos se sentían
felices, se me hizo insoportable; el silencio me resultaba estridente
y tuve que alejarme para evitar sentirme contagiada por el lento
trascurrir de las horas acunadas por el tedio. Siempre había sido la
hija díscola, la alocada, la bohemia, así que a nadie le extrañó
que me marchara a vivir a otro país.
Me
avisaron de que mis hermanos, Isabel y Jaime, habían fallecido y
tenía que regresar para hacerme cargo de todo.
Muchos
fueron los años transcurridos sin pisar la casa y una cierta emoción
se apoderó de mí cuando traspasé la puerta. Por unos instantes
tuve la sensación de que no había pasado el tiempo y que yo volvía
a ser una muchacha incomprendida. Todo permanecía igual en su
interior. Los muebles y la decoración habían esquivado el paso de
los años y se mantenían en perfecto estado, distribuidos del mismo
modo que cuando yo la abandone, como si todo hubiera sido congelado
en una instantánea, sólo una gruesa capa de polvo les restaba su
aspecto patinado. Muy despacio recorrí todas las habitaciones, la
cocina, los salones y los baños y un frío intenso se fue instalando
en mí. Abrí las contraventanas y las ventanas y dejé que la mañana
y los sonidos de la ciudad entraran en aquel espacio aislado. Con el
sol las partículas de polvo suspendidas en el aire brillaban; me
quedé embelesa contemplándolas y me pareció escuchar voces
susurrando. La misma sensación de angustia de antaño comenzó a
atenazarme el estómago cuando entré en la alcoba de Isabel y pude
ver las lanas del cestillo y sus agujas de tejer. Tenía la sensación
de que me la encontraría sentada en su sillón, tricotando. Lo mismo
me ocurrió en la biblioteca, donde el silencio se hacía más
intenso.
Quería
volver a habitar aquella casa, recobrar los recuerdos olvidados de mi
niñez, pero era demasiado grande para una familia como la mía;
deseaba llenar la casa de alegría, de risas de niños, de música y
de colores vivos. Proyecté las reformas y cambios para
redistribuirla. Nosotros viviríamos en una zona y dentro de la misma
casa instalaría un pequeño hotel con encanto, sólo con cinco
habitaciones y sus respectivos cuartos de baños. Preparé un alcoba
para mi hijo, la contigua para nosotros y en la de Isabel, que tenía
una luz maravillosa y era perfecta para pintar, ubique mi estudio.
Las
obras se demoraron hasta principios de año, que por fin pudimos
instalarnos. Pronto aparecieron los primeros clientes y el negocio
comenzó a dar su fruto. Yo estaba encantada, no paraba en todo el
día y me sentía tan feliz que esa alegría se reflejaba en todos
mis cuadros. Me costó un poco acostumbrarme, mientras pintaba, a
escuchar con frecuencia el ruido metálico que hacían las agujas de
Isabel al tejer o a oír el ruido que hacía algún libro de los de
Jaime, al caer de la estantería de la biblioteca en mitad de la
noche. Mi marido y mi hijo decían que allí había duendes, y yo
reía divertida.
Ya
tenía mis sospechas, pero cuando encontré por casualidad unos
patucos rosas de lana en el cajón de mi cómoda supe que estaba
embarazada y que sería una niña, estaba segura y se llamaría como
mi hermana.
Me
gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua ahora rebosaba
vida.