GALLOS DE PELEA
Ocurrió en Madrid, pero en realidad podría haber pasado en cualquier otra ciudad. Salía del garaje cuando escuché a una mujer increpando a unos chavales:
- Dejar de dar más patadas a esos botes que vais a golpear a alguien. Sinvergüenzas, que sois unos sinvergüenzas.
- Cállate “hijaputa”, vieja asquerosa, déjanos en paz y vete a la mierda si no quieres que te demos a ti la patada.
Miré para otro lado. No quería problemas. Se veía que eran unos niñatos; unos chulos sin educación. Continué mi camino mientras la mujer también se marchaba refunfuñando entre dientes.
Los dos chicos, hartos de patear todo lo que encontraban en su camino, entre risotadas y palabrotas se dirigieron hacia un hombre y una mujer muy mayores que venían por la calle y comenzaron a meterse con ellos. Les insultaron y les hicieron burla. Los vi tan indefensos y débiles que no pude sujetarme más y tuve que intervenir. Me acerqué a los ancianos tratando de evitar que aquellos indeseables les empujaran o les hicieran algo. Cuando le pregunté al señor si les habían hecho daño contestó que no, que gracias por salir en su defensa.
En ese momento uno de los chicos se envalentonó y nos dijo muy agresivo, si estábamos hablando de ellos, si queríamos que nos pegaran, añadiendo, que nos estábamos ganando unas hostias.
El pobre anciano se puso nervioso y con un hilo de voz respondió que no hablábamos de ellos, que comentábamos otra cosa. Yo sentí que el corazón se me encogía al ver que aquellos octogenarios estaban intimidados y muertos de miedo por culpa de unos gamberros y noté como la sangre se me subía a la cabeza, me bullía calentándome el rostro y las orejas, sin embargo, hice un gran esfuerzo y tragué saliva, intentando tranquilizar a los señores. Parecían tan delicados como el cristal y un simple sopló podría volcarlos quebrándolos. ¡Sentí tanta lástima…!
No contentos los muchachos con lo ocurrido hasta el momento, se acercaron a insultarme también a mí. Uno de ellos, el más descarado, se aproximó tanto para escupirme los insultos en la cara que podía sentir su aliento en la piel. Durante unos segundos los pensamientos se aglomeraban en mi mente intentando decidir si cogerle por el cuello o darle un par de bofetones. Cuando el otro unió su voz a la agresión oral, eran como dos gallos de pelea dispuestos a atacar, dejando escapar las palabras más gruesas y malsonantes de todo su vocabulario, que ciertamente era bastante extenso en este sentido.
Notaba el corazón martilleándome las sienes; tenia la mano metida en el bolsillo y antes de sacarla me di cuenta que llevaba esa navajilla con hoja del tamaño de un meñique que utilizo para pelar la fruta cuando voy al campo, y decidí asustar a los chicos con ella, en vez de liarme a golpes por miedo a no poder controlar mi fuerza. Estaba muy, muy enfadado. Esos niños chulos me habían sacado de mis casillas.
Levantando la voz por encima de las dos fieras, les mostré la pequeña arma indicándoles que se aproximaran si querían probarla y salieron corriendo, perdiendo al momento toda aquella valentía de la que segundos antes hacían gala.
Los ancianos se marcharon, no sin antes comentar cómo estaba la sociedad, la falta de respeto y de principios de los chicos a los que no les importaban las consecuencias de sus acciones.
-Es que estando como están las leyes no tienen mucho que temer siendo menores. Además, los medios de comunicación se ocupan de hacérselo saber constantemente –argumente yo antes de despedirle de ellos.
Cuando me volví vi cómo se me venía encima un inodoro roto que me había lanzado uno de aquellos energúmenos desde una distancia de veinte o treinta metros. Quise esquivarlo, pero no tuve tiempo de moverme, así que intenté parar el golpe y cuando caía lo empuje con el antebrazo izquierdo y se reventó contra el suelo con gran estrépito, haciéndose añicos. Mientras el otro salía corriendo, el más agresivo había cogido un ladrillo del mismo contenedor y se disponía a lanzármelo, cuando un hombre cruzó desde la acera de enfrente y le arrebato la rasilla, sujetándole por la pechera. El muchacho empezó a gimotear, asegurando que yo les quería pegar y la gente comenzó a arremolinarse alrededor preguntando al hombre porque le retenía. ¿Dónde estaba toda esa gente momentos antes? Gracias a que el chico se escabullo, pese a que yo pedí al señor que le retuviera, pues si le hubiera enganchado no sé que habría hecho, y eso que aún no me había dado cuenta de que me había mal herido.
- Está usted sangrando, tiene que ir a urgencias, denunciarles a la policía…
- Cómo voy a denunciarles si no se quienes son, no les conozco y usted ha soltado al único que teníamos.
- Al menos debería haberles pinchado, es lo que se merecen. ¿Quiere que le acompañe al hospital? -se ofreció preocupado.
- No, muchas gracias, si no hubiera sido por usted y me lanza el ladrillo me deja en el sitio.
Cuando miré al suelo estaba lleno de sangre de la que me chorreaba por la mano, tenía la ropa manchada. Desde la calle donde ocurrió el altercado, hasta las urgencias del Hospital Reina Sofía, en la calle Maldonado, apenas distan cinco minutos andando, durante los cuales fui dejando un reguero de sangre a mi paso.
Mientras esperaba en la sala de urgencias no dejaba de arrepentirme de haberme metido en aquella riña pueril. Podía haber terminado en la cárcel por agredir a unos menores, si me hubiera dejado llevar por mis instintos más primitivos que lo único que hubieran querido era pararles los pies, hacerles comprender, aunque fuera a golpes, que no se podía ir así por la vida, insultado y faltando al respeto a la gente, sin tener ni siquiera su edad o condición. No había justificación alguna. Luego nos quejamos de la falta de solidaridad. Es lamentable que haya que mirar hacia otro lado. Me juraba y me perjuraba que jamás volvería a intervenir en una cosa así. Estaba tan arrepentido… Me podían haber buscado la ruina.
En la sala de espera de urgencias me dieron un paño para ponérmelo en las heridas mientras me llamaban, pero la sangre, como si fuera la de un drago herido en la corteza, seguía cayendo gota a gota sobre el suelo formando un charco a mis pies.
Un joven de raza negra que se encontraba en la sala se levantó indignado al verme y dijo en el mostrador de información que si pensaban permitir que me desangrara allí mismo, en un hospital y a la vista de todos. Un minuto después me atendieron.
Aquello tenía muy mal aspecto con tanto colgajo, así que en vez de cortármelos como les pedí me los cosieron y me aplicaron un vendaje compresivo. Al salir para marcharme me despedí del hombre gracias al cual ya me habían atendido, que esperaba pacientemente que llegara su turno.
Me consoló del desagradable incidente pensar que, aunque ciertamente hay mucho malnacido por el mundo, también queda gente dispuesta a dar la cara por los demás y ayudarte si lo necesitas.
La verdad es que pone los pelos de punta ver la involución cultural y social que esta teniendo la sociedad. Creo que es el momento de reflexionar y ser beligerantes. No podemos ser tan indiferentes. Buen relato para tomar conciencia.
Javier
Me ha gustado mucho el relato de los gallos de pelea, casi me hace llorar al final. Lo único que siento es que por desgracia sea un hecho real y no fruto de tu maravillosa imaginación.
Besos de viernes... y de sábado, y de domingo.......
A pesar de lo drámatico del suceso, tanto moral, inmoral en el caso de los malditos gallos, como físico, al menos hay que dar gracias que no fueron peores las consecuencias porque le podían haber dejado en el sitio.
¡Gentuza!