nov
17
Graziela

 



LA CAJA DE LATA

Vivíamos en la chabola de mi abuela, con mi madre y mi hermana, en un descampado, cuando aún no existía la M-30.  Íbamos al Colegio de la Casita de la Virgen.

Mi madre, un día tuvo una bronca muy fuerte con la abuela, que le insultó y le dio tal bofetón que resonó en mi cabeza como un trueno. Esa madrugada no volvió a casa, ni la siguiente. No volvimos a verla.

Charito, mi hermana, ayudaba a la abuela y cuando cumplió los catorce entró como interna en casa de unos señores. La tarde que libraba aprovechaba para salir con sus amigas y solo de vez en cuando nos visitaba. Yo creo que el trabajo y relacionarse con gente de dinero la cambió, nos miraba con desdén.  Solo estaba un rato, casi ni se sentaba y se sacudía la falda incómoda con miedo a mancharse.

A mí me gustaba ir con los amigos a rebuscar en el vertedero, aunque la abuela me lo había prohibido, decía que volvía oliendo a estiércol, y cada  escapada me costaba un sopapo, porque seguí yendo. Allí encontré algún juguete viejo, libros y mi tesoro más preciado: una caja de lata llena de fotos viejas. Cuando estaba aburrido las miraba y me inventaba historias para aquellas imágenes amarillentas y medio rotas, con olor a moho.

–¿Ya estás con eso otra vez? –decía la abuela si me pillaba mirando las fotografías–  mejor estudia para hacerte un hombre de provecho, como fue tu abuelo.  

Yo no le conocí, como tampoco conocí a mi padre, ni al de mi hermana.

Aún iba al colegio cuando empecé de aprendiz en un taller mecánico. No me gustaba especialmente, entonces no se elegía. Tenías que encontrar un trabajo, aprender un oficio o hacer algo para llevar dinero a casa. Yo prefería entrar en una imprenta o en la papelería de doña Juanita, pero siendo “un muerto de hambre” eran pocas las posibilidades, y había visto a amigos perderse en el camino siendo críos aún.

Soy espabilado, aprendía rápido. Pronto dejé de encargarme de los recados, limpiar piezas, etcétera, para ayudar a reparar los coches. Además, se me daban bien los números, mi jefe se dio cuenta y me encargaba gestiones administrativas y contables, que no eran su fuerte.

La abuela murió de gripe un invierno gélido y demolieron la chabola para construir un edificio de muchas plantas. De mi madre no sabíamos nada. Susana se había casado y me invitaba a comer de vez en cuando, y así veía crecer a su hijo. Yo vivía en una pensión humilde, muy limpia, que llevaba la viuda de un maestro republicano que me cogió cariño; yo también la apreciaba, era como mi familia.

Lo único que me llevé de la chabola en la que me había criado fue mi ropa y la caja de lata de lunares con las fotos, que cada vez estaban más viejas de tanto sobarlas. En ella guardé la única imagen que tenía de mi madre y una que nos hicieron las monjas cuando Susana hizo la comunión. Abrirla, aspirar ese aroma tan peculiar que despedía me encantaba, me hacía sentirme acompañado, con ellas imaginaba una vida diferente a la que había tenido.

Gracias a lo que me contaba doña Casilda, la casera, ponía nuevos nombre a las personas que aparecían en mi colección de fotografías antiguas, les creaba una identidad, una personalidad estableciendo parentescos entre ellos.

Doña Casilda me animó a escribir, decía que tenía talento y sabía crear historias. Me regaló un cuaderno gordo de rayas. Cada noche, antes de acostarme escribía lo que me venía a la cabeza, hasta que se convirtió en una rutina, una cita esperada. Se me pasaba el tiempo sin sentir, la casera tocaba con el puño en la puerta “Vamos Paquito, apaga ya la luz que mañana tienes que madrugar”.

El taller había crecido, mi Jefe alquiló el garaje de enfrente que era más grande y cogió otro aprendiz, además del oficial; aunque yo seguía llevando mono, poco a poco había conseguido quitarme la grasa de debajo de las uñas y de las grietas de las manos, pues al ampliar el negocio también puso una garita a modo de oficina, de la que me encargaba yo. Hacia los pedidos, recibía los encargos, atendía el teléfono, preparaba las facturas y un montón de pequeñas labores gracias a las cuales todo funcionara mejor y nos convirtió en algo más que el mecánico del barrio. Se corrió la voz y hasta arreglábamos coches de lujo.

Por el local pasaba mucha gente. Siempre he sido bastante sociable  y a algunas personas les gustaba hablar conmigo, de aquellas charlas y dejando volar mi imaginación creaba relatos que luego escribía en mí cuaderno.

Don Argimiro era el propietario de un Ford, un hombre solitario que apreciaba su coche como a un familiar. Tenía una editorial y con frecuencia me regalaba libros que yo leía con ansia. Hacía años que me había hecho socio de la biblioteca donde saciaba mi hambre de literatura, sin limitarme a las novelas de oeste que leían y se intercambiaban mis amigos. Don Argimiro traía su coche con frecuencia, me invitaba a un café y hablábamos. Un día le conté que desde hacia tiempo me encantaba escribir, aunque solo una persona leía mis cuentos. Se ofreció a echarles un vistazo. Me daba mucha vergüenza pero accedí. Quería saber la opinión de alguien además de doña Casilda, que me aconsejaba cambios y correcciones.

Me felicitó por los escritos, dijo que eran historias originales y me propuso publicar un libro. Se trataba de hacer encajar todos los relatos sueltos, formando una saga familiar, y además podíamos ilustrarlos con las fotos antiguas de las que también le hablé. Él me ayudaría. Trabajamos mucho juntos durante mis horas libres. Yo veía en él lo más aproximado al padre que nunca tuve y él me fue cogiendo también mucho cariño. Me introdujo en círculos literarios, abriendo un nuevo horizonte que dio alegría y lustre a mi vida, renovando mis ilusiones.

Cuando por fin la novela quedó terminada y corregida la publicó y organizó su presentación. Le dio mucha publicidad al acto, yo invité a doña Casilda, a Susana y su marido, a mi jefe, a los amigo, a todos los del taller, y gente del barrio, a sabiendas de que casi ninguno compraría el libro.

Estaba muy nervioso la tarde del evento, me daba miedo que no acudiera nadie. Cuando vi la sala llena de caras conocidas que estaban allí para apoyarme me sentí el hombre más afortunado del mundo. En la mesa, junto a varios ejemplares del libro, unos vasos de agua para las tres personas que íbamos a intervenir en la presentación,  estaba la caja de lata con los lunares rojos medio borrados ya, y el verla me dio la seguridad y el aplomo que necesitaba.

Al terminar el acto, que fue muy aplaudido, la gente se acercaba a la mesa para que firmara sus ejemplares. Yo sonreía les pregunta a nombre de quién querían la dedicatoria y la rubricaba. Cuando escuché aquella voz se me paró el corazón: “Puedes poner para mi madre”. Levanté la vista, sus ojos brillaban de emoción y tenía una sonrisa de tristeza interminable. Se borró todo a mí alrededor, los segundos parecieron eternos, no podía pensar, ni siquiera recuerdo lo que puse, pero me aseguré de anotar muy claro mi número de teléfono y dirección al final.