Graziela




UNA BUENA CARRERA

            Estrené la mañana con mal pie; me había dormido. Comencé a trabajar más tarde que de costumbre y con poca suerte. Anduve dando vueltas por la zona centro, sin conseguir cargar; media hora en una parada charlando con los colegas hicieron más amena la espera ¿Dónde están hoy los clientes? Me preguntaba sorprendido.  Las doce y sólo llevaba una carrera en mi haber. En Serrano pensé ir a Atocha a recoger viajeros, entonces  me paró una mujer muy elegante. La observé por el retrovisor acomodarse en el asiento, con su gran bolso de piel y la bolsa de una compañía de telefonía. Parecía nerviosa y, sin embargo, no decía adónde quería que la llevara, como suele hacer la gente antes incluso de meter las dos piernas en el taxi y darme tiempo a bajar la bandera. No me resultaba desconocida. Melena lisa, tez bronceada y unas enormes gafas de sol. ¿Sería una famosa de las que salen en las revistas que tiene Mercedes en la peluquería? Lo mismo ya la había cogido otras veces. Esta, desde luego, no tiene pinta de usar el transporte público -me dije.
-                   Buenos días ¿Dónde vamos? - le pregunté viendo que ya estaba sentada y seguía sin abrir la boca.
-                   Buenos días. A las Barranquillas, por favor. -dijo con voz firme.
Me volví incrédulo y pude fijarme mejor en su pelo cuidado, en el traje de chaqueta que seguro era de firma y en el collar y los pendientes, que de discretos tenían muy poco.
-                   Señora, creo que usted se confunde. ¿a qué calle quiere ir?
-                   No se la calle y no me confundo. Arranque de una vez.
-               Lo siento pero yo no voy a ese poblado chabolista. Si quiere llegar allí tendrá que buscarse a otro que la acompañe. Es una zona muy peligrosa para gente como nosotros.
-                   Por favor, se lo ruego. Necesito ir. Le pagaré lo que me pida.
-                  Mire, señora, el mercado de la droga hace tiempo que se trasladó, y la gentuza  que anda por la zona es capaz de darnos unas cuantas puñaladas y dejarnos en la cuneta sin parpadear, y solo por quedarse con sus gafas.
-                   Necesito conseguir droga, es una cuestión de vida o muerte. Usted tiene que ayudarme. -suplicó con voz temblorosa y a punto de echarse a llorar.
             Me dio lástima; tras ese aspecto impresionante veía una mujer desesperada y muy vulnerable. Arranqué sin rumbo mientras le preguntaba qué era exactamente lo que quería comprar. Al ver que nos movíamos suspiró aliviada y me explicó que necesitaba heroína de la buena, que no era para ella. Eso se veía. Prometió pagarme por todo el día. Me encaminé hacía la Cañada Real. Entre los compañeros hay de todo, y yo sabía que ahora la mejor droga de la capital estaba allí.
      Paré el coche y le indiqué la puerta. Hubiera debido acompañarla. Con esa pinta seguro que la engañaban, aunque no era mi problema y no tenía ningún interés en meterme en un lío, sobre todo por una mujer a la que no conocía, por muy inocente que me pareciera.
    Cuando salió estaba blanca, se sentó en el taxi y echó la cabeza hacia atrás, respirando profundamente. Se rehízo y  empezó a rebuscar en el bolso. Sacó un papel.
- ¿Ha conseguido lo que quería?
- Sí, gracias a Dios. Ahora vamos a Pobladura del Valle, en San Blas.
      Durante todo el trayecto ninguno de los dos dijimos nada. Al llegar, ella me pidió que la esperara, aunque lo mismo tardaba un rato. Cuando se apeó aparqué en la puerta de un bar. Necesitaba ir al baño, me vendría bien tomar algo y fumarme un cigarrillo para entretener la espera.
     No habían transcurrido ni diez minutos cuando la mujer elegante entró en aquella tasca, aún llevaba la bolsa de Movistar en la mano. Pidió un gin-tonic que se bebió sin respirar. Pagó las consumiciones y salimos.
-  Vamos al parque que hay al otro lado la calle. Conduzca despacio, estoy buscando a alguien.
Había chavales encaramados en el respaldo de un banco, una pareja rara acostada en el césped, y seguimos dando la vuelta. Cuando vio a un hombre sentado, con la cabeza entre las manos, me pidió que parara. Yo les observaba. Él tendría unos cincuenta años, bien vestido, chaqueta de cuero, botas y vaqueros; estaba escuálido, con la barba crecida y greñudo. Se abrazaron con cariño, él parecía a punto de quebrarse; ella entregó la caja de un móvil y dejó la bolsa en el banco, aunque no pude ver qué más contenía. Conversaron un rato. Rebuscó en el bolso,  y miró a su alrededor antes ponerle en la mano un pequeño paquete, para cerrársela inmediatamente, como si ambos temieran que aquello se escapara. También le dio algo de dinero.
Volvió al taxi sin mirar atrás, con la cara surcada por enormes lagrimones que no trató de disimular. Permanecí unos tensos minutos esperando que me indicara el próximo destino. Aproveché para observar de reojo cómo el hombre se marchaba con pasos inseguros. Eran casi las cuatro de la tarde cuando la dejé en su portal y me sentí aliviado. Estaba cansado. Había hecho la carrera con la que sueña cualquier taxista, y la propina casi la igualaba, pero tenia un sabor amargo en la boca. ¡Se ven tantas cosas en este trabajo…! 
En la misma esquina me paró una anciana y así fui cogiendo a unos, soltando a otros, sin reparar mucho en ninguno de mis clientes. No podía quitarme de la cabeza a aquella mujer y al hombre del parque, imaginando un montón de historias que unieran a ambos. Decidí irme a casa. No había comido y me notaba agotado.
A la mañana siguiente, empecé temprano y mientras desayunaba en el bar eché un vistazo al periódico. La cara del hombre escuálido aparecía en la página de sucesos, lo habían encontrado los jardineros, tirado en el césped semidesnudo, con un par de navajazos que le causaron la muerte. Todo indicaba que había sido víctima de un atraco. Su hermana, una conocida presentadora de televisión, estaba consternada con la noticia.
Quedé impresionado. 
Otro mal comienzo para una jornada más.