Graziela


BAJO LA LLUVIA

Me gusta la lluvia en verano. Es una delicia para los sentidos, el olor a tierra mojada, ver como caen las gotas sobre el suelo caliente, del que asciende una espacie de humo, al refrescarlo; escuchar el alegre tintineo en los cristales y el agua que salpica en los charcos y hace saltar burbujas.
El primer recuerdo que tengo está vinculado a un aguacero estival. Es como si viera una fotografía antigua, una de esas imágenes que mantienen viva en nuestra memoria determinada situación a través del tiempo. Habíamos ido al río, hacía mucho calor; mi madre estaba sentada en la hierba, recostada sobre el tronco de un árbol, leyendo; mi padre y yo nos fuimos a dar un paseo y a buscar poleo. El cielo nuboso se empezó a poner muy oscuro, el sol desapareció de pronto. En un momento comenzaron a caer unas gotas enormes, mi padre me dio la mano para regresar, y empezamos a correr. El agua fría me asustó, lloraba, no quería mojarme y él me cogió en brazos. Mamá salió a nuestro encuentro y nos abrazo riendo. Mi reacción le hacía gracia.
A mi madre le encantaba que la lluvia la mojase, siempre que no hiciera frío. Su pelo parecía mullirse, se volvía más abundante con la humedad y ella disfrutaba dejando que el agua la fuera empapando poco a poco, sin importarle que la ropa se le pegara al cuerpo. Solía apremiarnos para que saliéramos con ella al jardín. Jugábamos al corro, cantábamos y corríamos alborozados a su alrededor mientras daba vueltas con los brazos muy abiertos, la cara chorreando, y los ojos cerrados en dirección al cielo. Yo aún debía ser muy pequeño. Luego llegó el invierno y con las nubes densas y sucias ella parecía enfadada todo el tiempo. Los cumulonimbos obscurecieron el cielo de nuestro hogar.
Una terrible tormenta se desató el día que papá hizo sus maletas. Yo le vi desaparecer por el camino desde la ventana de arriba, bajo una cortina de agua. Se fue la luz, una lluvia torrencial golpeaba contra el tejado y los rayos iluminaban la habitación seguidos de un ruido ensordecedor. Mamá me apretaba con fuerza contra su pecho y me acunaba como si fuera un bebé. No quería llorar. Llovió durante varios días, despojando a los árboles de toda vestimenta y destrozando las flores de las azaleas. Los regueros de agua también arrastraron esa alegría que nunca consiguió recuperar del todo.
Volví a ver a mi padre cuando murió mamá, muchos años después. Apenas le recordaba. Era diciembre y un cielo de mercurio parecía a punto de derramarse sobre nosotros. Entonces me enteré de que tenía otra familia y un par de hermanas.
Nunca me han gustado las tormentas, sin embargo, con la lluvia de verano buscaba a mis hermana, las agarraba fuertemente de las manos y las sacaba al patio, para dejar que el agua dócil nos acariciara la cara. A veces, si papá estaba en casa, también se nos unía, mientras desde la ventana la madre de las niñas nos regañaba, hasta que se acostumbró.

Con cada aguacero rememoro aquellos momentos; los olores y los ruidos me devuelven a mi madre y a otros tiempos felices. Me gusta la lluvia en verano.