Graziela

Este año, la excursión de otoño ha sido al Hayedo de la Tejera Negra; forma parte de Parque Natural de la Sierra Norte de Guadalajara y pertenece al término municipal de Cantalojas. Está configurado por los valles de los ríos Lillas y Zarzas.
Salimos de Madrid muy temprano, para aprovechar el día, pero ya desde primera hora nos acompañó un cielo gris, que amenazaba lluvia. Tomamos la carretera de Burgos y poco tardaron en aparecen las primeras gotas.
Después de un trayecto de dos horas con lluvia y niebla que de vez en cuando nos permitían apreciar preciosas vistas, paramos en Ayllón, localidad segoviana. Tras atravesar sus murallas, por una puerta de arco apuntado, nos vimos inmersas en otro tiempo, como si hubiéramos retrocedido al Medievo. 



Disfrutamos no solo de un café humeante, con dulces de la zona, que debido al clima resultaba muy apetecible, además, dimos un paseo muy agradable por el pueblo, para disfrutar de plazas, fachadas y rincones que no pudimos dejar de admirar.









Continuamos camino y una vez pasado el Centro de Interpretación del Hayedo, donde nos confirmaron la reserva, hicimos los 8 kilómetros que nos separaban de la zona de aparcamiento y comienzo de la Senda de Carretas, a paso lento por la carretera de curvas cerradas y gran desnivel, que a veces la niebla hacía invisible. A tramos veía el río al fondo del barrando y la belleza impresionante del paisaje.

Cuando llegamos a nuestro destino ya teníamos un estupendo día de lluvia, así que adecuamos nuestra vestimenta a la climatología, dispuestas a disfrutar del otoño en todo su esplendor.



  Tomamos la Senda de las Carretas, una de las dos rutas circulares que se pueden realizar a pie, señalizadas con paneles y balizas, y la elegida para nosotras que consta de 6 kilómetros. Desde el principio fuimos guidas por María Jesús, una compañera que conoce bien la zona y fue haciendo comentarios al respecto durante el camino.

Mostejo


La belleza del lugar es incuestionable. Al principio destaca la masa de roble melojo y pino silvestre, hasta que nos encontramos de lleno entre las hayas, especie protegida en Castilla-La Mancha.



La luz del día lluvioso hizo el musgo más esponjoso, la alfombra de hojas más mullida y los colores más brillantes: ocres, naranjas, dorados, cobrizos, verdes, que se combinaban en perfecta armonía, para sorprendernos a cada paso. En ocasiones era como caminar bajo una luz de miel o ámbar, que pese a la lluvia nos hacía permanecer atentas a cada detalle.


Algunos tejos contrastaban con su oscuro verdor con las hayas otoñales, cuyas hojas exhiben tonos que van del verde amarillento al dorado, al parecer los responsables de estas tonalidades otoñales son los carotenoides. Antes eran muchos más los tejos que poblaban esta zona y de ellos deriva el nombre: Hayedo de la Tejera Negra, por su oscuro color verde.

También abundan abedules, serbales, arces, mostajos y olmos de montaña. Y como matorrales encontramos retamas y brezos rosados y blancos llenos de diminutos capullos a punto de explosionar; en otras zonas también vimos jaras. Pegados al suelo arándanos, payubas y enebros rastreros, aunque no pudimos apreciarlos. 


Sí vimos, sin embargo, gran cantidad de hongos. Setas de forma variadas, como pequeños paraguas marrones medio cerrados, redondas que recuerdan a cantos rodados grises, parasoles claros y unos magníficos ejemplares propios de bosques de cuento, poblados de duendes y hadas, preciosas, con un color rojo y puntos blancos o naranja intenso, que nos hizo suponer que se trataban de las temibles amanitas.














Pudimos ver una carbonera, como testigo mudo del trabajo ancestral.
Carbonera
Terminamos el ascenso por el suelo de pizarra y la alfombra de hojas, que se iba mezclando con el barro al arreciar la lluvia haciéndose más resbaladizo, y pudimos disfrutar de la maravillosa vista desde arriba rodeadas de cimas, donde se sitúan los ejemplares de haya más viejos; resultar más inaccesibles les ha permitido sobrevivir a las cortas de leña y la producción de carbón.


Las nubes bajas y la niebla besaban las cimas haciendo del paisaje una imagen un tanto enigmática o fantasmal. Pensábamos hacer en esta zona una parada, tomarnos el merecido descanso y dar buena cuenta de los bocadillos que nos pesaban en las mochilas, pero las ráfagas de viento y la lluvia racheada hicieron imposible este deseo.










Volvimos por otro camino igual de hermoso que el de ida, con troncos llenos de líquenes y musgos brillantes, bajadas y cuestas más suaves, hasta finalizar la ruta, para comenzar otra aventura, la de encontrar un lugar protegido para comer. Fue fácil para María Jesús, mujer de recursos que nos llevó a un merendero, pero como el minibús no pudo entrar por los accesos existentes terminamos en la localidad de Galve de Sorbe comiendo en un hostal, en un ambiente cálido y agradable, con buena charla entre compañeras y amigas.


Una excursión inolvidable pasada por agua, lo que no impidió que disfrutáramos de un día en el bosque, de preciosas vistas y de estupenda compañía. Todo ello gracias a Josefina, nuestra profe de gimnasia, que pese a las dificultades siempre está dispuesta  a proporcionarnos un maravilloso día fuera de la rutina y la ciudad. Gracias por otro paseo estupendo, aunque la próxima vez yo voy a pedirme sol.
Foto de grupo que no podía faltar. Mojadas, pero felices.


Graziela


EL FUMADOR


            Dio una última calada, apurando el cigarrillo hasta casi llegar al filtro, después lo apagó apretándolo con saña contra el fondo del cenicero rebosante de colillas. El humo que con una fuerte inspiración había tragado lo fue exhalando despacio, soplando, en una gran bocanada que enturbió el aire de la habitación, ya tan viciado que parecía que las paredes tenían que abrirse para contenerlo.  Era la última calada del último cigarrillo que fumaría en su vida, estaba seguro. Había hecho una promesa y no la incumpliría, sabía que iba a ser muy duro, pero en su casa no volvería a entrar el tabaco. Apenas hacía un minuto que había dejado de fumar y ya se estaba convirtiendo en un detractor, aquel pensamiento cruzó su mente fugaz como un guiño y le hizo sonreír. Seguro que también Susana sonreiría al escucharle pensar así.
            Hacía unas horas que la habían incinerado, no podría vislumbrar su rostro tras la fumarada del puro, aunque estaba seguro de que al percibir el olor característicos de los habanos, entre la bruma gris de otros seguiría adivinando el óvalo imperfecto de su amada y sentiría el dolor que ahora le oprimía el pecho. Notó que le falta el aire y tuvo que abrir la ventana para poder respirar.
            En su desesperación odiaba el tufo que seguía en el ambiente, después de meses en los que  el tabaco de ella no saturaba su olfato notaba que el fuerte hedor impregnaba las cortinas, la tapicería de los sillones,  la ropa y el contenido de los cajones. No sería suficiente con ventilar la casa y palmearlo todo, habría que limpiar, que pintar de nuevo hasta los techos, que al igual que los muros estaban cubiertos de diversas tonalidades de gris que ocultaban los colores iniciales, cubriéndolo el conjunto con una fina capa de tristeza. 
            Le dijeron que fueron los dichosos cigarros los que le arrebataron a su mujer, los que la debilitaron hasta la extenuación, los que le hicieron sufrir lo indecible al someterse a tan agresivos tratamientos y sin embargo, pese al dolor y la lucha ella no conseguía liberarse de aquella lacra, aquel vicio pernicioso que le robaba la voluntad, con el que soñaba mientras estaba conectada a una bombona de oxígeno y mantenía un habano de los denominados robusto, sus preferidos, entre los dedos. Eso le daba tranquilidad, le hacía sentirse segura y confiada y en una ocasión hasta lo había encendido, sin pensar en que podría haber hecho volar todo el edificio con ella.
            Su cuñada la pequeña, Clara, la de la vida sana, la que sudaba perfume y orinaba agua mineral se había comprometido a ayudarle, después de cuidar a Susana durante sus últimos días. También ella le había hecho una promesa a su hermana antes de que muriera.
            Cuando Tomás abrió la puerta y la vio con la maleta le pareció que la luminosa mañana había traspasado las paredes de la escalera. Solo unas horas después, con su  presencia limpió la atmósfera de la casa, y un suave aroma a frutas fue llenando la estancia. A medida que pasaban los días era como si un soplo de viento nuevo invadiera la vida de Tomás. Las plantas, las velas, los inciensos, la música  relajante y la comida vegetariana fueron haciendo acto de presencia en un hogar que nada tenía que ver con el que había creado Susana a lo largo de diez años de matrimonio. 
            Compartiendo el dolor por la pérdida se acrecentó el cariño entre los cuñados, que se descubrieron mutuamente. Él superó la muerte de su esposa en poco tiempo y su adicción al tabaco, que cambió por el ejercicio físico intenso y los zumos naturales. Se sentía fuerte y feliz.
            Inesperadamente avisaron a Clara de que su amiga más íntima había sufrido un grave accidente de tráfico y se encontraba en estado crítico. Inmediatamente se presentó en el hospital y estuvo acompañándola durante los días que duró su agonía. Hablaron mucho y también a ella le prometió apoyar a su marido. Tomás la acompañó al entierro y después la ayudo con la maleta.Su cuñada le abrazo con cariño y le entregó un pequeño paquete. No lo abras ahora -dijo- es como una prueba.
            Tomás quedó conmocionado, la casa le pareció inmensa y se sintió sólo y perdido de nuevo. Recordó el regalo y lo abrió. Sonrió cuando encendió el primer cigarrillo.