Graziela



EL LAVADERO.

Hacía calor. Recorrí las calles solitarias y por una, estrecha y empinada, terminé llegando al río. Al otro lado del Miño la fortaleza que preside el primer pueblo de Portugal me saluda desde enfrente, mirándose en las aguas.
De regreso, la cuesta me roba el aire y me entretengo admirando las flores diminutas de un rosal, me rindo a la tentación y arranco una, absolutamente perfecta, con sutil perfume. Llego al antiguo lavadero. El agradable frescor de la sombra, las piedras, la canción del agua, me invitan al descanso. Me siento y me recuesto en un poste. Cierro los ojos.
Escucho el sonido de las telas frotadas con fuerza contra las tablas de lavar, el chapoteo, los golpes de jabón y el soniquete de la ropa blanca que resbala una y otra vez sobre la madera ondulada. Voces femeninas entonan canciones tradicionales y oigo los lamentos de una mujer. Se queja del trato que recibe en casa de su suegra, se siente su esclava, la sirvienta de ella y de su marido. Llora, llora porque no consigue darles el hijo que añoran, que ella ansía más que nadie. Se lo echan en cara constantemente, la insultan. Entre sollozos dice que no puede soportarlo más, que no lo aguanta...
Escucho las palabras de consuelo que se entremezcladas con las canciones.
Silencio. Ruido de agua y un rojo intenso tiñe la ropa blanca. Gritos. Silencio.
Abro los ojos sobresaltada ¿Me habré quedado dormida? La quietud de lugar me sobrecoge y sigo mi camino, un tanto desconcertada. Me cruzo con una anciana vestida de negro de la cabeza a los pies, al pasar a mi lado comenta; mal lugar para un descanso. Aquí las piedras gritan y hay ecos del llanto de una mujer.
Graziela





FRENTE AL MAR

El hipnótico movimiento del mar.
El agua que con fuerza golpea las rocas.
La espuma.
Los reflejos del sol en la superficie rizada.
Los colores brillantes, los dibujos plateados que pintan las mareas.
Aspiro el aroma salobre,
la brisa me envuelve como un velo de turquesa, aguamarina y larimar.
Cierro lo ojos y regreso a él.