Graziela

LA COMIDA DEL MIÉRCOLES
Olga pensaba que este mes ella sería la principal protagonista de la comida.
Estaba acostumbrada a escuchar las historias de Marta, aburrida de tener que aguantar las constantes insinuaciones de su jefe, incapaz de responder a las mismas como le habría gustado. Él jamás perdía ocasión de tirarle los tejos y se pensaba que el hecho de traerle regalos caros siempre que venía a Madrid, le daba algún derecho sobre ella. Un cerdo, eso es lo que le parecía a Olga aquel señor maduro que siempre imaginaba vestido de Armani. Sabían que Marta le paraba los pies, pero no estaba dispuesta a renuncia al puesto directivo que tanto le había costado conseguir.
También Laura tendría algún episodio que contar del desgraciado de su marido, por el que renunció a su carrera, cegada por el amor y deslumbrada por la vida que le ofrecía. Lamentablemente aquel cuento de hadas nunca tendría final feliz. Le daba pena ver envejecer a su amiga por semanas, sin embargo, pese a sus consejos, la pobre Laura no era capaz de poner fin a su calvario. De seguir así, aquel desalmado conseguiría llevársela por delante con tantos disgustos. Él sabía perfectamente que para su mujer las niñas eran su vida, y la tenía amenazada. Decía que si se atrevía a dejarle, las perdería para siempre. Jamás volvería a verlas, se marcharía del país con ellas y sus abogados la destrozarían, le arruinarían la vida. ¡Imbécil! bastante daño le había hecho ya. Laura se había convertido en una sombra gris de aquella mujer vitalista, alegre, divertida y fantástica. Nadie podía ayudarla: ni ellas, ni los ansiolíticos, ni la psicoterápia. Estaba tan hundida que no veía salida a su terrible situación. Solo le quedaba esperar. Esperar a que las niñas se hicieran mayores y comprendiera la situación de su madre, y quién era su padre.
Sólo faltaban dos días para que las tres amigas acudiera a su encuentro. Llevaban años reuniéndose, comiendo juntas el primer miércoles de cada mes. Fue una decisión que habían adoptado hacía mucho tiempo, cuando terminaron la carrera y cada una eligió un camino diferente. Seguían estando muy unidas. Habían compartido sus éxitos y sus fracasos, sus alegrías y sus tristezas y se seguían apoyándose unas a otras en cualquier situación.
La vida de Olga siempre había sido tranquila, como ella, sin grandes acontecimientos. Tuvo la oportunidad de crear su propia empresa, y lo hizo. No solo había conseguido que esta se mantuviera, sino que iba creciendo y expansionándose. Nunca había tenido suerte con los hombres. Cuando ya había perdido la esperanza de encontrar a alguien para compartir su vida todo había cambiado de forma radical. En solo tres semanas parecía una mujer nueva. Sus amigas lo notaron nada más verla.
- Olga ¿qué te ha pasado? Estás guapísima –dijo Marta mientras le estampaba un sonoro beso en cada mejillas.
- Es verdad tienes un brillo especial en la mirada. Por cierto tengo buenas noticias –comentó Laura mientras las abrazaba, mostrando esa sonrisa que hacía meses que no iluminaba su rostro.
- Siempre tan zalameras. Sois unas brujas, pero tenéis razón. Tengo un montón de cosas que contaros.
- ¡Lo sabía! –exclamó Marta- Tú siempre has sido tan transparente...
- Yo también traigo novedades –argumentó Laura.
- Me parece que vamos a tener que hacer una larga sobremesa para que nos de tiempo a enterarnos de todo –rió Marta divertida.
Alegres y eufóricas examinaron la carta, antes de empezar con las confesiones. Con el vino y los aperitivos Laura soltó la bomba. He pedido el divorcio, dijo sin preámbulos. Marta se atraganto y le dio la tos.
-¿Puedes repetirlo? -Consiguió decir mientras casi se ahoga.
- No sé de dónde he sacado la fuerza. Estaba desesperada. Hacía tiempo que sabía que estaba liado con otra. Esta vez parecía algo más serio. ¡El muy canalla! Estaba con esa mujer, en actitud amorosa, en un palco del real, cuando me había dicho que estaba trabajando en Milán. Todo Madrid pudo verles. Es increíble, no sólo no se ocultaban, sino que parecían alardear de su amor.
-¿Quién te lo ha dicho? –preguntó Olga intrigada.
-¿Decírmelo? No me lo ha tenido que decir nadie. Los vi con mis propios ojos. Había acompañado a mi suegra al ballet, su amiga Esperancita se ha roto la cadera y tenía dos entradas para el estreno, así que me invitó. ¡Pobre mujer! Creo que ninguna de las dos prestamos atención a la función, intentando disimular la una con la otra.
- ¿Y qué hiciste?
- Pues mira, Marta, no hice nada. Nada. Estaba deshecha, sabía que había tenido sus líos, pero al menos era discreto. ¡Qué ridículo tan espantoso! Casi hago una tontería.
A los tres días, cuando apareció con la maleta, los regalos de Italia para las niñas y esa sonrisa cínica, me dio como un arrebato de ira. Os juro que me habría tirado a su cuello, si las niñas no hubieran estado delante. Estaba exacerbada. Le dije que lo sabía todo, que les había visto, que estaba harta, que no estaba dispuesta a pasarle ni una más. –paró para dar un largo trago de vino, mientras sus amigas la miraban obnubiladas- ¿Sabéis lo que hizo entonces?
- No ¿qué hizo?
Pues darme un bofetón que me tiro al suelo y después patearme, mientras no paraba de repetirme con la cara crispada, y entre dientes “tú sólo harás lo que yo te diga” una y otra vez. Estaba aterrada. Cuando se fue calmando me levanté y llamé a un taxi. Me fui a urgencias. Tenía rotas dos costillas y magulladuras en la cara y el cuerpo.
- ¿Cómo no nos avisaste?
- Era muy tarde. No sé, no se me ocurrió. Quería estar sola para pensar. Pasé la noche en el hospital. Al día siguiente le denuncié, después fui a ver a mi suegra. Ya sabéis que siempre nos hemos llevado muy bien. Se lo conté todo, desde el principio.
- ¿Y ella qué dijo? –quiso saber Olga cuando el camarero se alejó.
- ¡Pobrecilla! Qué va a decir. Estaba destrozada. Me daba pena. Ya se lo imaginaba. Llamó a su abogado y me concertó una cita con otro, especialista en temas matrimoniales, para esa misma tarde.
- Qué fuerte. Y tú ¿Cómo estás?
- Pues todavía no termino de creérmelo. Han dictado orden de alejamiento, y se ha tenido que ir de casa. ¿Sabéis? He dejado el Prozac.
Marta no pudo aguantar más y se levanto a abrazarla. Olga nunca había sido tan efusiva, pero le cogió la mano por encima de la mesa y la mantuvo apretada.
- ¡Qué barbaridad! Parece increíble. Lo que puede cambiar una vida en solo un mes –dijo pensativa Olga- Yo también tengo novedades importantes. He conocido a alguien.
- ¡Qué bien! ¿Quién es? ¿Cómo es? –preguntó ansiosa Laura, sonriendo.
- Es una persona increíble. Hace que me sienta bien. A su lado parezco más vital, más alegre. No sé, creo que me estoy enamorando perdidamente.
- No me lo puedo creer. Ya era hora de oírte hablar así. Creo que esta vez te va a dar fuerte –argumentó Marta- Y no sabes cuánto me alegro...
- Sí, tengo la sensación de que puede funcionar. Creo que es lo que estaba buscando sin saberlo ¿Pedimos la cuenta?
- ¡Qué horror! Si son casi las cinco. Tienes que contárnoslo todo. Ahora es muy tarde, yo tengo una reunión, pero por lo menos dinos cómo se llama.
- Alejandra, se llama Alejandra.
Graziela

Jamuga me llaman. Yo no soy una silla cualquiera, ni mucho menos. Nací de las manos hábiles de un ebanista joven, que con mimo, talló la noble madera que me da forma y con fuerte cuero repujado me hizo el asiento y el respaldo, fijándolo con grandes tachuelas doradas; soy una pieza única de tijera y con patas curvas, aunque tengo una hermana melliza a la que parezco idéntica, sin llegar a serlo. A nosotras no nos venden por medias docenas como al resto de nuestras congéneres, no, dado que nuestro fin en esta vida es mucho más especifico y delicado que aguantar nobles posaderas. Como mucho nos hacen por parejas, como a nosotras, y aunque nuestro trabajo está en desuso, pues las costumbres han cambiado mucho y nuestras principales usuarias también. Y es que nosotras fuimos creadas para que nos colocaran sobre el aparejo de las caballerías, así las damas podían montar más cómodamente, “a mujeriegas” lo llaman. Hemos tenido un papel importante, pero hace tiempo que nos vimos relegadas de nuestras funciones, convirtiéndonos en mero adorno, aunque tendréis que reconocer que precioso. Decoramos cualquier estancia y nos llevamos bien con casi todos los estilos; sé de una amiga que está colocada en un salón minimalista, y luce espléndida.
Yo disfruté muchísimo cuando trabajaba para los Condes de Vallelargo y paseaba orgullosa con mi señora sobre un noble animal de raza española llamado Azabache, ella me apreciaba mucho y por eso me cuidaban tanto, yo siempre estaba dispuesta y ansiosa por trotar, aunque ella prefería un paso lento y tranquilo. Cada ver me usaba menos, ya casi se me había olvidado el olor de las caballerizas, el tacto del aparejo, el delicado peso de aquella mujer imponente y el notar entre mis patas el nervio y la fuerza de mi compañero, los dos sabíamos que nos quería y éramos muy apreciados, pero todo cambió cuando un buen día llegó a la finca un familiar de la condesa, admiró mi presencia, y ella en un alarde de generosidad me regaló, así, sin más, ni siquiera tuve tiempo de despedirme de Azabache, que seguro que cuando se enteró se quedó tan sorprendido y triste como yo.
Me trasladaron a un pequeño palacete en Madrid del que no conocí más que su entrada, pues me colocaron allí, donde permanecía ociosa y mi única distracción consistía en mirar a los que pasaban ante mí. Con el paso del tiempo, cuando faltaron los señores se acabaron las fiestas y su hijo, mi nuevo dueño, parecía tener una vida un tanto dispersa. Nunca se le oía antes de las doce y parecía bastante ocioso, claro que debía tener un extraño trabajo pues salía anochecido y no volvía hasta la madrugada, algunas veces muy bien acompañado. El servicio era cada vez era más escaso y pasaban semanas sin que nadie me quitara el polvo ¡Qué asco! Acabar así, cuando una siempre ha sido tan limpia y pulida. De vez, en cuando venía un hombre muy serio que se llevaba algún cuadro y otros objetos que a mí me parecían muy valiosos, y nunca traían otros para sustituirlos.
En una ocasión el misterioso visitante fijó su mirada en mí y una semana más tarde fui trasladada a una tienda del Rastro, menos mal que por poco tiempo, pues menudo agobio y con aquel trajín de gente me habría acabado volviendo loca. Me compró un matrimonio que tuvo que regatear para conseguirme al precio que querían.
Me instalaron en un lugar privilegiado de la casa, entre el piano y el balcón, y cuando su primogénito terminó la carrera y puso el despacho me fui con él.
Había perdido la costumbre de aguantar el peso de las damas y sintiéndome ya cansada me vi obligada a soportar la pesada carga de negociantes y estafadores, adúlteros y vendedores, gente honesta y apenada que acudía allí en busca de ayuda, y descansaba sobre mí durante largas conversaciones o breves entrevistas, sin que ninguno reparara en mi presencia, lo que hacía que me sintiera olvidada y vejada, al tener que realizar el mismo trabajo que una silla cualquiera, perdiendo así parte de mi categoría.
Me sentía tan herida en lo más hondo de mi orgullo que un día ya no pude soportarlo más y dejé que el cuero de mi asiento se resquebrajara, tirando al suelo al pobre hombre que estaba viendo cómo el banco se quedaba con su piso.
Al día siguiente, como castigo y considerándome una inútil, decidieron arrojarme a la basura. Tuve la suerte de que aquella mujer se compadeciera de mí y no solo me recogiera, sino que me entregó a otra que, con mano certera, fue curando una por una todas mis heridas y cubriendo las cicatrices. Tras muchas horas de dedicación consiguió rejuvenecerme, hasta tal punto que cuando acabó conmigo lucia como nueva. Estaba encantada, no podía creerlo. Me envolvieron en papel de regalo y me pusieron un precioso lazo. Por una vez en mi vida fui la protagonista de la fiesta cuando la anfitriona, que cumplía medio siglo, me descubrió y se mostró gratamente sorprendida y muy agradecida.
Me siendo afortunada en mi nuevo hogar, viendo por la ventana cómo los días se suceden y, de vez en cuando, recibo la visita de un niño precioso al que le encanta subirse sobre mí, motivo por el que toda la familia tiene fotos mías con el pequeño y me siento muy admirada. No habría podido imaginar una vejez más placentera y agradable, el único inconveniente es que mi dueña fuma mucho y siento que toda yo huelo a ese humo, que se me ha pegado como una gruesa capa de barniz. No me extrañaría que cualquier día de estos me levante tosiendo, igual que ella. Creo que le acabaré cogiendo el gusto a estos cigarrillos.
Graziela



SUCEDIÓ EN MADRID
Todos los medios de comunicación se hicieron eco de la noticia y durante semanas La Cibeles se convirtió en la gran protagonista.
Después de un exhaustivo estudio en el que llevaba trabajando años, un conocido astrólogo español había llegado a la conclusión de que en la emblemática plaza de Madrid el viernes 28 de diciembre, y debido a una extraña cuadratura astrológica que se daría por primera vez después de cinco siglos, tendría lugar un hecho importante e irrepetible, aunque no precisó en qué consistiría el inigualable fenómeno. Está noticia, que según los expertos no tenía una base científica que la sustentase, se vio como un intento más del conocido personaje para ser portada en la prensa y acudir a programas de televisión concediendo exclusivas, que pronto dejaron de serlo.
Es innegable que, gracias a aquello, el estrafalario vidente se había embolsado grandes sumas de dinero; claro que, como aún faltaba tiempo para que llegara el día señalado, el vaticinio fue cayendo en el olvido y la fuente de Cibeles, que desde 1872 permanecía impertérrita viendo pasar gente y acontecimientos ante sus pétreos ojos, y siendo objeto de admiración de foráneos y turistas, consiguió que todos conociéramos mejor su historia.
La diosa Cibeles, símbolo de la tierra, la agricultura y la fecundidad, está realizada en mármol cárdeno procedente de Montesclaro (Toledo) y es obra de Francisco Gutiérrez, al igual que el carro, que descansa sobre una roca en medio del pilón; los leones que tiran del carro, representan a los personajes mitológicos Hipómenes y Atalanta que se enamoraron y al cometer sacrilegio uniéndose en el templo de Cibeles, hicieron enfurecer a Zeus, que los condenó a tirar eternamente del carro de la diosa convertidos en leones; están realizados, al igual que el resto de la fuente, en piedra de Redueña.
No hay que ser muy observador para darse cuenta de que la plaza en la que está situada es un enclave perfecto, lleno de historia y belleza, conferida por los cuatro edificios que la circundan: el Palacio de Buenavista, el Palacio de Linares, el Palacio de Comunicaciones y el Banco de España, dándose la circunstancia de que cada uno de estos impresionante monumentos pertenece a un barrio o distritos distinto de Madrid.
Esta fuente en principio no era un simple monumento artístico, pues prestaba un servicio importante a los madrileños abasteciéndoles de agua, para lo que estaba dotada de dos caños que se mantuvieron rústicos hasta 1862. De uno de ellos se surtían los aguadores oficiales, normalmente asturianos y gallegos, que se encargaban de llevar agua a las casas, y del otro se abastecía el público de Madrid; además en el pilón bebían las caballerías. El agua tenía fama de poseer propiedades curativas para cualquier mal.
La historia de la fuente de la Cibeles está muy unida al pueblo de Madrid, y con motivo de la inesperada predicción se han conocido montones de anécdotas, curiosas y singulares, llegando incluso a publicarse una serie de artículos en una gaceta local que recogen las menos conocidas.
Y así, poco a poco, a medida que pasaban los meses y se aproximaba el día señalado para el gran evento, iba decreciendo el interés hasta llegar a caer en el más profundo de los olvidos; ya se sabe que lo poco gusta y lo mucho cansa y todos nos acabamos saturando de tanta historia: que si la manzana de oro, que si celebración de la liga, que si los sacos en la guerra... Total, que llegado el momento solo un puñado de curiosos, visionarios y seguidores del astrólogo se dieron cita en la Plaza, con un frío capaz de acabar con las voluntades más férreas y penetrando como un cuchillo en los huesos de aquellos que esperaban asistir en directo al acontecimiento de la temporada, resignados a coger un resfriado o una bronquitis en su afán de ser también protagonistas de lo que estaba por venir.
Solo algunos consiguieron resistir allí parados, pertrechados con mantas y dispuestos a pasar la noche a la intemperie, rindiéndose en los brazos de Morfeo a intervalos, cuando ya habían dejado de sentir los pies.
Cuentan algunos que en un determinado momento de la noche, la fuente cobró vida y la diosa, tras echar una mirada a su alrededor, confiada y decidida, azuzó a los leones que inmediatamente y tras un gran rugido, iniciaron la marcha por el Paseo del Prado. Pasaron ante el fuego siempre encendido de la tumba del Soldado Desconocido y llegaron hasta la Plaza de Neptuno, deteniendo el carro al lado de la fuente que, al ser tocada con el cetro de la madre de los dioses, hizo que su hijo, el dios del mar, le saludara alegre con el tridente, quedando después oculto tras una gran ola. Los leones se asustaron cuando fueron salpicados por el agua salada y salieron corriendo hacia el Parque del Buen Retiro, entrando por la puerta del Casón. Entre los árboles y la oscuridad se sintieron más seguros, y guiados con pulso firme hicieron un agradable recorrido por las inmediaciones del estanque, callado y brillante como un espejo de opalina. Después visitaron el Palacio de Velázquez y el de Cristal hasta llegar a la estatua del Ángel Caído, que ante la presencia de Cibeles se reanimó, estirándose, mostrando su gran envergadura, desentumeciendo sus brazos y extendiendo las alas, cansado de la incómoda posición a la que había sido condenado a permanecer hasta el fin de sus días. Salieron al paseo de coches después y lo recorrieron, escuchando a lo lejos los mugidos y los ruidos que habían permanecido en el ambiente de la que fue la Casa de Fieras. La diosa se mostraba encantada y los leones estaban tan felices que Zeus se compadeció de ellos y, por un breve minuto, permitió que volvieran a ser los enamorados de antaño; se fundieron en un estrecho abrazo, besándose ardorosamente, olvidando la competición, el engaño de la manzana de oro y la gran ofensa, para recuperar en ese breve espacio de tiempo todos los siglos perdidos. Pero como nada parece ser eterno, ya comenzaba a aparecer la luz de la aurora y era hora de regresar. Salieron a la Puerta de Alcalá y desde allí sólo necesitaron unos instantes para llegar hasta la plaza y volver a ocupar su lugar habitual. Solo faltaba un pequeño detalle: con la emoción de pensar en ver a su hijo, Cibeles había dejado caer la llave de su mano, lo que suponía un serio problema ya que todo debía volver a su forma original. Entonces la rana, que siempre había pasado desapercibida en el conjunto arquitectónico, abrió su gran boca y croando lanzó la llave a la mano de la diosa, que sonrió agradecida.
Al día siguiente nadie creyó aquella absurda historia y tacharon de loco al astrólogo, que perdió la poca credibilidad que aún le quedaba al no poder demostrar nada de lo que había visto, pues ninguna foto o película consiguió plasmar el increíble acontecimiento.