Graziela




LAS EXTRAÑAS VACACIONES

Era la primera vez que íbamos a salir de vacaciones solas. Habíamos conseguido una casa perfecta en un pequeño pueblo pesquero de la provincia de Cádiz, a quince minutos de la playa, según el anuncio.
Nos hacía muchísima ilusión estar juntas disfrutando del mar y del sol, sin nadie que nos controlara. Llegamos hasta allí en el coche de María, cargado hasta los topes con nuestros equipajes y un pedido del supermercado que la madre de Rosa se había empeñado en hacernos. Estábamos pletóricas cuando por fin entramos en el pueblo después de muchas horas de carretera; paramos en el bar a recoger las llaves y que nos acompañaran hasta la casa, aprovechando para llamar a Madrid y decir que habíamos llegado, sanas y salvas.
– ¿Vosotras sois las madrileñas que venís a pasar unos días a casa de Doña Julia? – nos preguntó una mujer muy morena de edad indescifrable, al vernos entrar en el bar.
– Si, yo soy Elsa y estas son Rosa, María e Irene –comenté a modo de presentación.
– Pues yo soy Luisa. Ahora os acerco hasta allí –dijo mientras nos contemplaba con una mirada tierna y maternal.
Durante diez minutos seguimos de cerca a aquella mujer que conducía una vieja motocicleta subiendo por las callejuelas estrechas del pueblecito encalado y luego por un camino vecinal, seco y polvoriento que nos guiaba hacía la casa. Al llegar estaba anocheciendo, salimos del coche expectantes, contentas; la vista era magnifica desde arriba y la casa verdaderamente impresionante. Estaba en medio de ninguna parte, en lo más alto de aquel montecillo, un lugar rodeado de rocas y naturaleza en estado puro; tenía un pequeño jardín con naranjos y limoneros, una buganvilla muy tupida bordeaba la verja; se respiraba un ligero olor salobre, que al entremezclarse con el aroma penetrante de un jazmín en flor, embriagaba los sentidos.
Creíamos estar soñando, reíamos constantemente, nerviosas y aturdidas por la emoción. Luisa abrió el pesado portón de forja, con un cartel que rezaba “El Cortijillo” y la puerta principal de la casa.
Los postigos de las ventanas estaban cerrados y la mansión permanecía a oscuras cuando entramos en ella siguiendo a nuestra guía, que nos fue enseñando toda la estancia, mientras abría las ventanas y las contraventanas de madera, permitiendo que penetrara el aire fresco del anochecer.
Nos sorprendió ver lo grande que era la casa por dentro, olía a cerrado y estaba muy fría. El salón era espacioso, decorado con muebles rústicos y una de las paredes estaba totalmente cubierta de estantes, llenos de libros, había dos ventanales y una chimenea.
Fuimos recorriendo “El Cortijillo” viendo todas las habitaciones, menos una, la última de ellas, que permanecía cerrada y Luisa comentó que ella nunca había tenido su llave, sin darnos más explicación, lo que nos pareció raro y misterioso, sin darle mayor importancia, teníamos espacio de sobra y lo que queríamos era instalarnos inmediatamente, se había hecho totalmente de noche y empezábamos a acusar el cansancio del viaje.
Todas presumíamos de adultas y nos creíamos muy desenvueltas, dispuestas a comernos el mundo, y a la hora de la verdad no era así; un poco temerosas decidimos elegir las dos habitaciones dobles, para poder estar juntas, por si acaso, pues en el fondo teníamos miedo al sentirnos aisladas, solas en aquella hermosa casa que hacía volar nuestro imaginación y aflorar pensamientos tenebrosos.
Como Rosa se apresuraba a ir cerrando las ventanas de las habitaciones a medida que íbamos saliendo de ellas, Luisa se volvió sonriendo y con su gracioso deje andaluz dijo:
– Chiquillas, no tenéis que temer nada de afuera, el enemigo siempre vive dentro. Podéis estar tranquilas que nadie se acercará al Cortijillo, ni de día ni de noche, además estáis sólo a diez minutos del pueblo.
– Ya, es que esto es tan solitario... –dijo a modo de excusa Rosa, un poco turbada.
– Bueno, yo me voy ya. Adiós y espero que tengáis unas buenas vacaciones; si necesitáis algo, ya sabéis donde encontrarme –se despidió Luisa.
Todas le contestamos mientras le acompañamos hasta la puerta, viendo desaparecer la luz de su moto en la oscuridad del camino.
Abajo se veían montones de luces que iluminaban el puerto. Allí se respiraba una inmensa e inquietante paz, que rápidamente fue interrumpida por los comentarios agoreros de Irene, que no paraba de decir que aquella casa no le producía buenas vibraciones, que al pasar delante de la habitación misteriosa salía un frío horroroso y que eso no era un buen presagio. A lo que nosotras respondimos con risas y burlas, sin duda para ocultar nuestra inquietud.
Agradecimos la idea de la madre de Rosa que nos hizo cargar con un montón de comida, que habíamos distribuido en la nevera y los armarios de la cocina y gracias a ello pudimos cenar como reinas, tranquilamente acomodadas en el porche de la que durante los próximos días sería nuestra casa.
La charla se prolongó hasta la madrugada, a pesar de estar todas muy cansadas no veíamos el momento de irnos a acostar; sin querer darles la razón a Rosa y a Irene, todas teníamos un poco de miedo. Acordamos dejar encendidas las luces de fuera, cuya claridad penetraba tenuemente por las ventanas.
Estábamos rendidas por lo que nos dormimos casi inmediatamente; medio en sueños yo creí haber oído, además de los ruidos propios de una casa vieja situada en medio del campo, un golpe, como sí algo se hubiera caído al suelo. A la mañana siguiente durante el desayuno María preguntó que se nos había caído que hizo ese ruido al poco tiempo de irnos a la cama, nosotras dijimos que nada, que también lo habíamos escuchado y al entrar en el salón supimos la causa; un libro debió resbalarse de la estantería, procediendo Rosa a colocarlo en su sitio, sin darle la menor importancia a este hecho.
Irene estaba muy nerviosa, decía que de vez en cuando tenía la extraña sensación de sentirse observada; nosotras nos burlábamos de sus comentarios y le gastábamos bromas al respecto, ella se ponía muy seria y se enfadaba; estaba preocupada, convencida de lo que sentía.
Conocimos a unos chicos muy simpáticos en la playa, nos divertimos mucho con ellos por lo que decidimos quedar al día siguiente y cuando les indicamos donde estábamos alojadas, palidecieron y parecieron perder todo su entusiasmo, comenzaron a poner todo tipo de excusas para no volver a vernos, por lo que nos sentimos bastante defraudadas por su extraña conducta ya que parecían realmente asustados. Esa misma noche volvimos tarde a casa y nos acostamos muy contentas porque habíamos tomado algunas copas.
No sé que hora sería, pero a juzgar por la luz que entraba por la ventana, acababa de amanecer cuando de pronto me despertó el ruido monótono, persistente como el que producen los aspiradores. Nada más abrir los ojos vi que Irene estaba en su cama durmiendo profundamente; me puse furiosa y a voz en grito empecé a despotricar.
– ¡Será posible que se pongan a limpiar a estas horas! Desde luego no tienen fundamento, son dos descerebradas....
– ¿Qué pasa? ¿Qué ruido es ese? –preguntó Irene aturdida y adormilada aún.
– Pues no sé... parece que a doña pulcra y doña limpia les ha dado temprano por las tareas domésticas –contesté yo levantándome y dirigiéndome al cuarto de nuestras amigas que estaban sentadas en la cama, desconcertadas y sorprendidas por aquel ruido. Quedé paralizada y se me pasó instantáneamente el enfado siendo reemplazado por el miedo.
Las cuatro, muy asustadas, nerviosas y temerosas decidimos dirigimos a la cocina, lugar de donde parecía proceder aquel ruido; íbamos descalzas, en camisón, delante María y yo, Rosa e Irene nos seguían escondiéndose detrás; conseguimos localizar un armario grande al fondo de la despensa, en el que ni siquiera habíamos reparado, del que salía aquel sonido que rompía el silencio matinal. No nos atrevíamos a abrirlo por miedo a lo que podríamos encontrar dentro, pues en el cabía perfectamente una persona; se seguía oyendo, ahora con mayor claridad el ruido de un aspirador funcionando a toda potencia. María tiró del pequeño pomo de la puerta y ésta chirrió abriéndose lentamente, apagándose entonces el ruido como por ensalmo; allí en el fondo se encontraba un moderno aspirador. Quedamos atónitas, perplejas... aquello parecía cosa de brujas y no dejaba de asombrarnos. Rosa estaba histérica.
– ¡Nos vamos ahora mismo! -decía entre sollozos- yo no duermo en esta casa embrujada ni una noche más.
– Tranquilízate hija, todas estamos asustadas, pero seguro que hay una explicación lógica -intentaba María consolarla mientras la abrazaba con fuerza.
Cuando nos tranquilizamos volvimos a acostarnos, haciéndolo las cuatro en la misma habitación, dos en cada cama, como dormiríamos a partir de entonces todas las noches.
La casa era estupenda, estaba situada en un lugar maravilloso pero había algo en ella que no nos permitía disfrutar ni sentirnos cómodas, sin embargo no queríamos marcharnos empeñadas en terminar nuestras vacaciones, incluso Rosa estaba dispuesta a llegar hasta el final, dado lo sospechoso y poco convincente que resultaría volver al hogar antes de lo previsto, aduciendo que sucedían cosas extrañas en la solitaria mansión.
Todo se complicaba más cada día.
Llegamos a ver normal que al entrar en el salón todas las mañana alguna de nosotras tuviera que recoger el libro que inevitablemente amanecía en el suelo, como si la estantería lo repeliera o lo que era más preocupante, como si alguien lo tirara intencionadamente. Acostumbrándonos a los crujidos, chirridos y demás ruidos que hacía el suelo al caminar sobre él e incluso cuando nosotras no lo pisábamos.
Una noche estábamos en el porche escuchando unas historias misteriosas que Irene nos contaba y de pronto se puso pálida y enmudeció, como si hubiera visto un fantasma; todas nos asustamos al ver su expresión y nos comentó que había visto pasar a alguien, era una figura femenina, delgada y esbelta, sin poder concretar nada más, entonces yo instintivamente miré hacía los ventanales del salón y también me pareció ver la sombra de una mujer que llevar un vestido o un camisón largo cubriéndole el cuerpo; lo más curioso es que las dos coincidíamos en la descripción. Un escalofrío me recorrió el cuerpo y se me erizó el vello; sin embargo no era precisamente miedo lo que sentí entonces.
Estas escenas se sucedieron en más ocasiones y casi siempre éramos Irene y yo las que la veíamos; seguramente si le hubiera pasado a Rosa no habría vuelto a entrar en el salón.
De vez en cuando, estando tranquilamente tumbadas al sol cuando de pronto alguna notaba un frío horroroso, como una corriente de aire helado o la sensación de que le rozaba ligeramente una tela, entonces sabíamos que ella había pasado a nuestro lado. María y Rosa no dudaban de nuestras sensaciones, pero tampoco querían creer que fueran reales.
María, que parecía estar más versada en temas de parapsicología, decía que si hubiera querido que nos marcháramos nos habría echado y que estaba claro que no tenía intención de hacernos ningún daño, lo que suponía un consuelo. No podíamos seguir viviendo asustadas, con éste miedo que había terminado por ser lo más importe de las que suponíamos iban a ser una vacaciones fantásticas, y fantásticas estaban siendo, pero en otro sentido muy diferente al que nosotras le habíamos dado en un principio. Decidimos hacer frente al “problema” e investigar el motivo de los fenómenos extraños que sucedían en aquella misteriosa casa.
Por la mañana bajamos a ver a Luisa y le preguntamos. Ella parecía preocupada por nosotras y siempre se interesaba por saber si estábamos contentas y si todo iba bien en “El Cortijillo”. Fue así como supimos, después de muchas indagaciones y tras confesarle nuestros temores, que precisamente en la habitación que permanecía cerrada había muerto una mujer joven, hacía ya muchos años, de forma repentina y en circunstancias poco claras, por lo que sobre la casa siempre había pesado una especie de leyenda negra que nadie se había atrevido a desentrañar.
Nosotras hablamos durante horas sobre el tema y decidimos afrontar la situación en vez de huir de ella. Fue así como ésta vez las cuatro pudimos ver desde el porche y por los amplios ventanales del salón, moverse la extraña sombra con gran nitidez, atravesándolo de lado a lado. Sorprendidas e inmovilizadas por el miedo observamos como el libro caía de la estantería y la sombra desaparecía en la penumbra. Tardamos largo rato en reaccionar y decidirnos a entrar y coger aquel libro que parecía contener la clave de lo que sucedía allí. Intrigadas cogimos el tomo de piel que todas habíamos tocado en alguna ocasión y al tomarlo María en sus manos se abrió, cayendo una hoja de papel amarillenta escrita con tinta negra, en la que había trozos borrosos que no se leían muy bien.
Era una carta y no estaba fechada, María comenzó a leerla con voz temblorosa.
Querida Beatriz:
No puedo seguir viviendo con esta inmensa pena que me embarga desde la desaparición de Antonio. He intentado rehacerme, pero él lo ha sido todo par mi, ya nunca tendré futuro. Solo queda oscuridad y tristeza en mi vida. Me he dado cuenta de que no seré capaz de superar la perdida y que todos sufrís por mí. El tiempo no ha paliado mi dolor, al contrario, cuantos más meses pasan más sola me siento, más profunda es mi depresión y más inútil mi existencia, por lo que he decidido que lo único que puedo hacer en mi situación actual es acabar con este martirio que supone para mí tener que vivir sin él. No quiero seguir así ni que sigáis viendo este sufrimiento inútil, pero sobre todo, no quiero que os sintáis culpables, soy dueña de mis actos, todavía, pero no se hasta cuando pues temo que acabaré perdiendo la razón. Es una decisión largamente meditada, aquí he tenido mucho tiempo para pensar, siempre he amado la vida, pero ya no me queda nada por hacer.
Esto es una despedida, se que tú me entenderás, siempre hemos sido algo más que hermanas. Te quiero y agradezco todo lo que has hecho por mí. Despídeme de ellos y piensa que una parte de mí siempre permanecerá en “El Cortijillo”, junto a vosotros.
Marina.

Todas estábamos visiblemente emocionadas y conmovidas por el descubrimiento cuando oímos un ruido, corrimos hacia la cocina, sobre la mesa de madera estaba derramado el contenido del azucarero y había dos palabras escritas con un dedo sobre el azúcar: “Gracias y adiós”.
Nunca olvidaremos nuestras primeras vacaciones solas que fueron realmente increíbles.
Graziela

CLARO DESAMOR

Clara se había levantado temprano como todos los días, sumergiéndose inmediatamente en la frenética actividad que suponía la rutina matinal; preparó el desayuno de los chicos y les apremió para que no llegaran tarde al colegio. La pequeña hoy no estaba, se había quedado a pasar la noche con una amiga. La casa permanecía en silencio y Clara se sorprendió al comprobar que aún le faltaba más de media hora para irse a trabajar; entraba a las diez y estaba acostumbrada a ser puntual, pues era ella la encargada de abrir la tienda y como antes tenía que dejar a Anita en su “cole”, siempre solía llegar con tiempo.
Hoy podía permitirse el lujo de desayunar con toda tranquilidad porque además de ser muy pronto, no tenía que llevar a la niña. Se preparó un zumo de naranja, hizo tostadas de pan integral que untó con mermelada de naranja amarga, su preferida, mientras respiraba el aroma del humeante café recién hecho; lo colocó todo en una bandeja y se fue al comedor a desayunar, como si fuera domingo, ella sola.
Sentada en el sillón apurando el final de su taza, mientras exhalaba una bocanada de humo del cigarrillo que acababa de encender, su vista se detuvo un momento en una de las fotografías que había en el mueble.
- ¡Qué guapo estaba Juan con los niños aquel verano!, se escuchó decir sin dejar de sonreír a la foto.
Pensó que había sido una pena que todo se acabara de aquella manera. Todavía creía que debería haberse dado cuenta antes... Bueno, que ambos deberían haberse dado cuenta antes de que lo suyo no tuviera remedio. Con el tiempo y después de darle muchas vueltas al tema durante meses, en las largas noches de insomnio que siguieron a la separación; en los fines de semana de soledad en los que la ausencia de su marido y la de los niños se hacía casi insostenible y en las charlas con su hermana y con sus amigas, había llegado a la conclusión de que su matrimonio se había roto nada más nacer Ana, manteniéndose después por la fuerza de la inercia y la costumbre de tantos años de convivencia.
Al menos ahora había dejado de sentirse culpable. Había conseguido asumirlo.
– ¡Que barbaridad!, con lo que les costó al principio lograr que lo suyo llegara a ser algo más que una aventura – pensaba Clara en voz alta.
Juan todavía estaba en trámites de divorcio de su primera mujer... Casi toda su familia se opuso a que saliera con él, sobre todo su madre. Ellos estaban tan enamorados que les parecía que nada ni nadie podía impedirles estar juntos. Estaba convencida de que él era el hombre de su vida.
Clara le amaba profundamente, nunca había querido así a nadie. A pesar de no llevar mucho tiempo saliendo tenían muy claro que deseaban estar juntos y sin embargo algunos días ni siquiera podían verse de lo atareados que estaban con sus respectivas ocupaciones. Juan le propuso entonces que se fuera a vivir a su casa, sin embargo Clara no se decidía, tenía miedo, no estaba segura y no quería disgustar a su madre; aguantaron así casi dos años y se casaron. Pronto se quedo embarazada y nació Alejandro. Todo parecía perfecto, formaban una pareja estupenda y disfrutaban mucho del niño. Dos años después llegó un nuevo bebe, Marcos, que les colmó de alegría y tuvieron que plantearse el hecho de que ella dejara de trabajar pues un niño pequeño, un bebé, la casa y el horario de comercio era demasiado y además habían conseguido una situación económica consolidada gracias al nuevo puesto de trabajo de Juan, que comportaba más responsabilidades y le exigía más tiempo, pero los dos estaban contentos.
Se mudaron a aquel maravilloso chalet cerca de Madrid. Recuerda ahora Clara que precisamente cuando fueron a comprar el dormitorio nuevo ella tuvo un atisbo de que su relación con Juan había empezado a cambiar, que algo se había empezado a romper. Fue cuando el dependiente de la tienda de muebles les preguntó:
- ¿De que medidas desean ustedes la cama?, porque según las medidas les puedo ofrecer unos modelos u otros –aclaró resuelto aquel chico.
Ellos se miraron un instante dudando, sin saber qué responder y entonces el vendedor les planteó la opción de poner dos camas independientes.
Juan no contestó y Clara, desconcertada y confusa, por sus propias emociones, se encogió de hombros.
¡A buenas horas habrían consentido ninguno de los dos dormir separados!
Anita llegó porque tenía que llegar, no fue un bebé buscado ni deseado. El hecho de tener una niña, que siempre había sido su ilusión, no le alivió en absoluto ni le sacó del estado de indolencia en el que se había sumido desde el primer momento en que supo que estaba de nuevo embarazada. Juan parecía contento con la idea, pero cada vez se veían menos y las conversaciones que mantenían casi siempre solían versar sobre los niños, la casa y la familia; aquellas charlas, las confidencias, la complicidad y esa intimidad de las que siempre habían gozado, habían desaparecido para siempre. Cuando Clara hablaba de ello con sus amigas, estas le decían que era normal, que lo que no era lógico es que llevaran tanto tiempo casados y que pretendiera tener la misma relación que al principio. Pero ella sabía que no era eso. Poco a poco se empezó a sentir frustrada y triste. Cuando nació la niña, lejos de mejorar las cosas fueron empeorando. Tuvo una depresión post-parto tremenda y se sentía muy sola, a pesar de estar rodeada de gente.
Lo del profesor de tenis fue una tontería. ¿Cómo se llamaba aquel tipo? ¡Será posible que no se acuerde! ¡Tampoco hace tanto tiempo! Y pensar que aquel hombre había sido el detonante de su ruptura conyugal y ahora, ni siquiera podía recordar su nombre. ¡Ah sí, Francisco!, claro, aquel hombre de cuerpo bronceado y musculoso, de sonrisa cautivadora, se llama Francisco, pero eso no tenía importancia, lo único que en realidad importaba era que ella se hubiera fijado en él. Sentirse deseada y admirada de nuevo pareció despertarla de su letargo. Tal vez era lo único que necesitaba, si no hubiera sido él podría haber sido otro. Hay que reconocer además que ese chico tenía muchos “talentos”, no sólo físicos y ella se dejó llevar. Fue una estupidez y en opinión de sus amigas fue mayor tontería decírselo a Juan, que se sintió traicionado, engañado, ofendido y sobre todo sorprendido. Él pensaba que eran felices; después le confesó que no era así y que tal vez por eso se volcaba cada vez más en su trabajo. Había llegado un momento en que ambos compartían la casa, los niños y poco más. Juan tardó en reconocerlo. Su matrimonio estaba herido hacía tiempo y lo de aquel “tío” solo precipitó su muerte. Curiosamente fue precisamente él quien pronto rehizo su vida con una chica bastante más joven que su ya ex-mujer.
Clara parpadeó, al sentir en sus ojos claros el fuerte reflejo del sol primaveral en el cristal de la mesa; vio el cigarrillo consumido en el cenicero. Sonrió sintiéndose contenta. Su vida había cambiado mucho; había vuelto a trabajar, estaba sola con los niños en una casa modesta y hacía equilibrios para llegar a fin de mes, pero todo había valido la pena. Se sentía a gusto consigo misma, pese a que los demás la consideraban tonta al renunciar a una vida de lujo simplemente al darse cuenta de que no estaba enamorada de su marido. Ella era así.
Graziela

JUVENTUD DIVINO TESORO.

El farmacéutico saludó cariñosamente a doña Herminia; elevó un poco la voz para que la anciana, un tanto dura de oído, pudiera escucharle con facilidad. La mujer fue dejando pasar a otros hasta quedarse sola con don Manuel, para tomarse su tiempo y conversar un rato, mientras le preparaba el montón de recetas que le había dado su médico de cabecera.
Le encantaba charlar con el propietario de la farmacia, y no es que la manceba fuera antipática, es que don Manuel la conocía desde hacía años y la entendía mejor; además, siempre la regalaba caramelos.
– ¿Qué tal se encuentra hoy? –preguntó el boticario.
– Hijo, cómo quiere que esté, fatal de las piernas y un poco mareada, como siempre. La edad que no hay quien me la quite.
– Ande, ande, no se queje que está usted estupenda.
– Pues tengo el colesterol por las nubes, me ha dicho don Ramón ayer, cuando fui a por las recetas y a recoger los análisis, y que además, no debo comer tanto dulce.
– Pero si ayer era jueves y es el martes cuando su sobrina la lleva al ambulatorio.
– Ya lo sé, pero es que tiene al niño malo y esta semana me ha acompañado Raúl, el chico que viene a verme y me lee de vez en cuando. El muchacho se ofreció a ir conmigo. Es tan majo… y aunque quise darle una propinilla después, no hubo manera de que la aceptara.
– Es de los que le mandan del Ayuntamiento.
– No, no, que va. No tiene que ver con la Junta, ni con el Centro de Mayores. Este no cobra. Es.... Dios mío, cada día tengo peor la cabeza. ¿Cómo se dice?
– ¿Voluntario?
– Eso, voluntario. Atienda usted a estos muchachos que yo no tengo prisa.
Acababan de entrar un par de chicos. Eran muy jóvenes y no tenían mala pinta. Hablaban un poco bajo y doña Herminia, por más que se esforzaba, no conseguía entender lo que decían, pero el farmacéutico, no les perdía de vista un momento ni les daba nada.
Seguro que querrán alguna cosa rara, la juventud a veces no sabe muy bien lo que quiere, pensó la anciana mientras esperaba sin dejar de mirar descaradamente a los chavales.
Uno de ellos se iba poniendo cada vez más alterado, parecía algo enfadado. Ella oía palabras sueltas y viendo que don Manuel seguía sin despacharles y ellos no se iban, comenzó a buscarse en los bolsillos.
– ¡Qué lástima! Siempre llevo algún caramelito guardado y hoy no he traído ninguno.
– Esta vieja está loca... ¿Quién le ha pedido un caramelo? –comentó uno de los muchachos a gritos, mirando al boticario.
– Hijo, si no es para vosotros, es para el mono ¿No ha dicho tu amigo que tenéis un mono?
– El chico la miró desafiante y se acercó a ella; su compinche le cortó el paso y le impidió que sacara la mano del bolsillo con el cuchillo de cocina que sujetaba y que ya había mostrado al dueño de la farmacia.
– Pasa de la vieja, no ves que no se entera de nada. Y tú ¡danos lo que te hemos pedido!, que me estoy empezando a mosquear y si me enfado puedo ser muy peligroso.
El farmacéutico sacaba cosas de los cajones y las metía en una bolsa. Cuando terminó abrió la caja y les dio dinero. Sin decir nada más, los jóvenes cogieron el botín y se marcharon a toda prisa por donde habían venido.
– Don Manuel, cómo es usted. Si me lo hubiera dicho yo también les habría dado algo de propina a esos muchachos. Pobrecillos, enfermos, sin dinero y con un mono que mantener ¡Ay, Juventud, divino tesoro!
Ante tal comentario, el boticario no supo si reírse o echarse a llorar, incluso se le paso por la mente coger a la ancianita por el cuello, pero suspiro profundamente optando por mandarla a su casa. En cuanto ella abandono la farmacia, marcó nervioso el teléfono de la policía.