Graziela



UNA NOCHE PERFECTA




¡Qué lástima, que el tiempo no se detenga cuando aparece el amor! Yo jugaba con la Barby cuando tú estabas casado y esperabais un bebé.
Nuestros caminos se cruzaron en clase de anatomía y, entre órganos y huesos, me fui enamorando de ti. Te admiraba y sabia que no podía esperar nada, que nunca tendría la relación que anhelaba. Sólo era una alumna más de las que te miraba embelesaba cuando, en el centro del aula, explicabas cualquier tema. Eras el profesor más apuesto y simpático de la facultad, y yo completamente conciente de ello.
Parece que todo se conjugó para que nos encontráramos en aquella fiesta. Fueron muchas las veces que sentí tu mirada en mi nuca y que tú me sorprendiste observándote de lejos, entre la gente que nos separaba. Que un hombre tan interesante y maduro como tú se fijara en mí me hacía sentir halagada.
No sé qué ocurrió para que los dos, como si acudiéramos a una muda llamada, saliéramos al jardín a tomar el aire al mismo tiempo. Sabía que estabas con tu mujer, pero no me importó cuando me abrazabas y besabas ocultos tras los lilos; aquellas caricias furtivas me encantaron y quise tener más.
El hecho de tener que escondernos no suponía para mí ninguna molestia, al contrario, hacía que creciera mi interés dando un punto de intriga y morbo a nuestra incipiente relación.
Yo entonces era una cría, quería comerme el mundo y no me importó convertirme en tu joven amante, hasta que decidiste separarte, bueno, hasta que tu mujer te echó de casa y te refugiaste en mi buhardilla, que ya conocía tu aroma y tu voz. Estaba encantada de compartir mi vida contigo, de tener tu apoyo y de conseguir un buen trabajo.
Como te quería disfruté de la compañía de tus hijos adolescentes en fines de semana alternos, sin lamentarlo jamás. Te amaba tanto…
Después, con el tiempo, cuando por fin quisiste que formalizáramos nuestra situación, algo se rompió entre nosotros. La rutina me pesaba como una losa y tú fuiste cambiando, se te agrió el carácter y te volviste raro, egoísta y hasta celoso.
Renuncié a muchas fiestas, a congresos y a cenas, por complacerte. Me he ido dando cuenta de que supedite mi vida a tus deseos, a tus necesidades que cada vez se volvían más exigentes.
Cuando quise tener hijos, me regalaste un perro, porque tú ya tenía tres y yo me conformé. Cuando me ofrecieron aquel puesto en otra ciudad compraste el maravilloso ático y me convenciste para que renunciara al traslado, pese a estar jubilado.
Después de tu infarto nada ha vuelto a ser igual. Tanta aprensión te hace creer que estas delicado.
Por eso hoy he abandonado por un rato el hospital sin comentárselo a nadie. He cogido un taxi hasta aquí para darte una sorpresa y estar en casa cuando vuelvas del paseo, esperándote con un Martini seco bien cargado, con su rodaja de naranja y una aceituna, como a ti te gustaba; para prepararte la bañera con agua muy caliente y esas sales de frutas de aroma a lavanda, tan relajantes como la pastilla que te tomaras después de disfrutar de mi cuerpo, aún lozano, por última vez. Todo va a ser perfecto, escucharas tu música preferida mientras yo me visto para marcharme y tu tomas tu baño, medio dormido ya. Solo tendré que tirar ligeramente de tu pie. Glup, Glup, Glup, y todo habrá terminado.
Graziela

CORTAS VACACIONES

Aquel estudio estaba decorado de forma funcional, impersonal. Dos paisajes y una marina rompían la monotonía de un gotelé rozado y amarillento; el sofá cama, una mesita, la mesa y dos sillas llenaban casi toda la estancia. Si no fuera por los frascos y cajas de medicinas que se veían tras las puertas de la cocina francesa, nadie diría que el lugar estaba habitado. En el pequeño armario empotrado solo había algunas prendas sin colgar en las dos baldas y unas zapatillas deportivas, todo perfectamente ordenado. El espejo del baño estaba cubierto con una toalla vieja de color indefinido.
Ramón se sentía amenazado por las inofensivas imágenes que parecían observarle desde las paredes, enmarcadas en marrón, como agujeros, entradas a otros lugares. Por la única ventana penetraba la suave luz del atardecer y se escuchaban las gaviotas, que no dejaban de gritar y los desagradables sonidos penetraban en su cerebro, como llamadas de auxilio. Había llegado la hora de salir sin miedo al sol. Se quitó las chanclas y se calzó las deportivas para irse.
Por el paseo las sombras de los ficus y las adelfas se alargaban por momentos, como si quieran tocarle, pese a qué el procuraba esquivarlas, no prestarles atención, tenía la sensación de que le seguían, haciéndole sentirse indefenso.
El paseo desembocaba en la playa. No conseguía abarcar con la vista la grandeza de aquel espació. No había casi nadie bañándose y eran pocos los que aún permanecían tumbados en la arena. La fresca brisa le acarició el rostro, despejándolo del cabello mientras se descalzaba para acercarse al mar. Cerró los ojos para aspirar el aroma salobre y por momentos sintió una sensación cercana a la felicidad. Caminó despacio hasta que la espuma del agua rozó su piel. Se empezaban a ver las estrellas. Se sentó a la orilla y se mantuvo ajeno a todo, hipnotizado por el movimiento de las olas que cada vez morían más cerca de él.
Al tumbarse y observar el cielo se dio cuenta, supo que no podría volver a las paredes inmaculadas, a los uniformes, al olor a desinfectante y percibir los sonidos amortiguados por las puertas cerradas. Comenzó a concebir un plan. Aún le quedaban dos días para pensar cada detalle y llevarlo a cabo. No podría fracasar.